Mi peor cliente

CAPÍTULO 13

Cuando salgo del trabajo, siento que toda la energía que tuve durante el día se me cae encima como un abrigo pesado. No sé si es el cansancio, las miradas que Marcos me lanzó o los mil chismes que Valentina intentó contarme en menos de 20 minutos durante en el almuerzo… pero algo en mí está revuelto, no se lo que es, pero me siento incomoda, rara.

Camino por la vereda mientras el viento de Montevideo me empuja el pelo hacia la cara. El sol ya está bajando, tiñendo los edificios de un naranja suave que siempre me pareció lindo, pero hoy no lo veo así. Hoy, incluso el cielo me parece demasiado lejano, me hace llenar mi cabeza de preguntas, preguntas que hace mucho tiempo no me hacía.

Subo al ómnibus y me siento en el lugar cerca de la ventana. Apoyo la frente en el vidrio que está un poco frío, y recién ahí me doy cuenta de que tengo los ojos completamente húmedos. No estoy llorando en sí… pero tampoco estoy bien. Estoy como en ese estado de flotar, donde todo se siente demasiado y al mismo tiempo no se siente nada.

El olor a las calles algo sucias y asientos viejos me devuelve a la realidad de a ratos, pero cada vez que miro mi reflejo en el vidrio veo una versión de mí que no sé cómo manejar. Estoy cansada, nerviosa, asustada, y sobre todo… vulnerable.
Eso último me da pánico, siempre el sentirme así me lo dio.

Porque cuando empezamos a sentir mucho, también empezamos a recordar cosas que no queremos.

Cosas que nos duelen; que nos lastiman.

Recuerdo las palabras que me dijo Valentina y como me atravesaron, me lo dijo tan tranquila, tan segura; “No todos se van, Sofi.”
Pero yo no puedo evitar pensar en el único que sí se fue, y que irse no le movió ni un solo sentimiento dentro de si mismo.

Cierro los ojos, como queriendo detener la imagen de mi padre alejándose de la puerta de mi casa sin mirar atrás. No lo logro. Pasa algo peor: recuerdo todo muy bien, la imagen aparece en mi mente más clara que nunca. La puerta cerrándose con el sonido de un golpe en seco. El silencio después de eso. La cara de mi madre intentando no derrumbarse a lágrimas frente de mi. Mi propia confusión, mis diez años sin entender lo qué significaba realmente.

Y ahora… recuerdo como Marcos apareció en mi vida con toda esa luz, con esa forma de mirarme como si viera algo preciado para él, sin poder evitarlo mi cabeza hace eso que mejor sabe hacer: arruinarme las esperanzas de que me pasen cosas buenas.

Porque, ¿Qué pasa si un día él también se va?

La duda me atraviesa el pecho de un golpe seco.

Cuando bajo del ómnibus, camino más lento de lo habitual. Como si pudiera retrasar el momento de tener que hablar con mi mamá, sé que apenas me mire… se va a dar cuenta. Ella siempre se da cuenta.

Subo las escaleras y abro la puerta del departamento despacio. La casa huele a milanesas recién hechas y arroz recalentado en el microondas. La televisión está prendida en algún programa que ella mira sin prestar atención.

Mamá está sentada en la mesa, con un cuaderno abierto —sus números, sus medicinas, su calendario—. Cuando levanta la cabeza y me ve, sonríe… pero la sonrisa se detiene apenas un segundo después.

Ya lo notó.
Obvio.

— Hola, mi amor— dice suave, como si no quisiera asustar a un animalito herido –esa soy yo–.

— Hola, má— respondo, intentando sonar normal, pero mi voz está como quebrada por dentro.

Dejo la mochila en el piso y siento el peso real del día caerme sobre los hombros. Me apoyo en la mesa, respiro hondo, y trato de no desmoronarme a las lágrimas. Pero mamá ladea la cabeza, estudiándome como si fuera un libro abierto.

— ¿Esta todo bien?— pregunta.

Mentirle a mi madre nunca me salió bien, y nunca me saldrá hacerlo.

— Sí… solo estoy muy cansada— respondo, casi en automático.

Ella no dice nada, pero me señala la silla frente a ella. Esa es su forma de decir: sentate, te estuve esperando. Y yo lo hago. Siento que si no me siento, me voy a caer.

Mamá me mira con esos ojos que siempre encuentran la verdad antes que yo misma.
— Sofi… Te siento los ojitos tristes ¿Qué pasó?

Abro la boca, pero no sale nada. Solo un aire tembloroso.

Bajo la mirada hacia mis manos, que están entrelazadas una con la otra sobre la mesa, como si rezaran sin saber rezar.
Intento hablar, pero la garganta me duele. Literalmente duele, como si fuera una prueba de lo mal que me hace no decir todo lo que tengo para decir.

— Hoy…— susurro —hoy fue un día raro.

— ¿Raro bueno o raro malo?

— Raro…— cierro los ojos un segundo —emocionalmente raro mami.

Ella asiente lentamente como si supiera exactamente lo que significa eso.
Yo también lo sé: significa que no puedo ordenar lo que siento ni lo que pienso.

La escucho arrastrar su silla más cerca hacia la mía. Pone una mano suave sobre las mías que son ásperas, noto como con el trabajo y lo más que me eh sentido, no e tenido tiempo para cuidar de mi misma. Y siento el calor de sus manos algo en mí se afloja. Como si estuviera sosteniendo un nudo demasiado fuerte por demasiado tiempo.

— Yo se por que estás así...— su tono ya me dice todo —Hoy es…

— Sí— la interrumpo, porque no quiero escucharla terminar la frase —Hoy es.

No hace falta decir más. Nunca lo podría decir en vos alta pero ella lo sabe y yo también. Hoy es el día en que él se fue. El día en que decidió que no quería ser parte de nosotras, de nuestra familia, imperfecta, pero que le podía dar amor.

— No tenés que hacerte la fuerte— dice mamá, buscando mi mirada.

— No lo estoy haciendo— miento, obvio.

Ella suspira y sé que está debatiéndose entre hablar o respetar mi silencio, pero al final cede.

— Sofi, yo sé que este día te afecta más de lo que queres admitir.

Yo juego con un borde del mantel, enrollándolo en mis dedos.

— Es que…— empiezo —No sé. Es raro. Pasaron años y todavía lo recuerdo como si hubiera sido ayer.



#5202 en Novela romántica

En el texto hay: cafe, cafeteria, uruguay

Editado: 04.12.2025

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