Mi peor cliente

CAPÍTULO 16

Ya paso aproximadamente una semana exacta de cuando Marcos me regaló el chocolate de sorpresa, me despierto antes de que suene la alarma, con esa sensación prendida en el pecho como si alguien hubiera apoyado la mano ahí para recordarme que hoy toca pensar en todas las cosas que me hicieron sentir mal en algún punto de mi vida. Cuando logro tomar consciencia de donde estoy tomo mi teléfono para ver la fecha, mis ojos pueden ver que hoy es jueves 09 de Noviembre, hoy es el día antes al de mi cumpleaños; 10 de Noviembre. Sin poder evitarlo los recuerdos me invaden de golpe. Todas las promesas que él me hizo y que nunca cumplió.

Me quedo unos segundos mirando el techo fijamente, escuchando el silencio de mi pieza, que apenas se rompe por el ruido lejano de un ómnibus pasando por la avenida. Me froto los ojos con las dos manos y trato de convencerme de que va a ser un día normal, uno más en la empresa, que nadie tiene por qué enterarse de que mañana cumplo años. Total, nunca significó mucho para mí. O… sí. Y por eso es que me duele.

Me levanto, me peino el cabello todavía algo húmedo por la ducha que me di anoche antes de dormir y me preparo un café rápido. Mientras la cafetera gotea, el vapor me trae recuerdos sin que yo se lo pida: mi padre prometiéndome que, algún día, un cumpleaños iba a ser especial. Que él me iba a hacer una sorpresa “cuando fuera un poquito más grande”. Y nunca pasó. Nunca hubo torta, ni globos, ni mucho menos él. Solo el eco de una promesa perdida.

Agito la cabeza para sacarme la nostalgia.

Me pongo una camisa blanca liviana, un jean azul oscuro y encima una camperita corta beige de jean. Algo cómodo pero lindo. Algo neutro. Algo que no llame demasiado la atención.

Después de un largo trayecto en ómnibus mientras en mis auriculares suena “Vértigo” de Ángela Torres, al fin llego a la empresa, el cielo está gris pero no lluvioso. Ese tipo de gris que acompaña mis pensamientos más de lo que debería, como si se combinara perfecto conmigo. El edificio se ve igual que siempre: moderno, vidrio por todas partes, en los ventanales enormes que reflejan una versión distorsionada del centro de Montevideo. La recepción ya tiene movimiento: empleados entrando y saliendo, portazos suaves, saludos rápidos. Es sábado, así que hay menos gente de lo normal, pero igual hay actividad.

Respiro hondo antes de pasar mi tarjeta por el lector. Ojalá hoy pase rápido.

Apenas entro al pasillo, escucho pasos conocidos. No necesito girarme. Sé quién es. Lo siento sin tener que verle la cara. Marcos tiene una forma muy particular de caminar: segura, ligera, con un ritmo firme que se reconoce sin querer.

— Buen días, mesera linda— dice él mientras se acerca con esa sonrisa que… odio lo mucho que puede cambiarme el humor.

— Buenos días— respondo seria, intentando que mi voz suene normal, casual, pero no puedo evitar que me salga cargada emocionalmente.

Él me mira un segundo más de lo necesario. Uno de esos segundos donde parece que observa más allá de lo que digo, más allá de lo que quiero mostrar.

— ¿Dormiste poco?— pregunta.

Trato de sonreír al escuchar eso, al darme cuenta que el noto algo en mi.
— ¿Por qué lo decís?

— Porque tenes carita de no haber descansado bien— Inclina apenas la cabeza, como lo hacen los cachorros cuando no entienden algo —Y estás más callada que de costumbre.

Lo miro, incómoda. ¿Tanto se me nota?

— Estoy bien, tranqui— le miento.

Marcos no me responde de inmediato. Tiene esa costumbre insoportable de quedarte mirando en silencio como si quisiera escanear los pensamientos que tratas de esconder para después hablar.

— Si necesitas hablar…— empieza pero no lo dejo terminar.

— No es eso, no te preocupes— lo corto rápido —Solo… estoy cansada.

Él asiente lentamente, aunque no parece muy convencido. Caminamos juntos hacia el ascensor. Las puertas se abren y entramos. Este ascensor ya guarda demasiados recuerdos que no me animo a decir en voz alta: las miradas, las respiraciones cerca, el beso...

Marcos vuelve a observarme cuando se cierran las puertas.

— Hoy tenes una energía rara— dice suave, como quien no quiere incomodar —No es por ser pesado pero es que se nota y… me preocupo.

Cierro los ojos un segundo, tomando aire profundo. Qué fastidio me da, pero qué ternura también. Una mezcla horrible.

— Solo no es un buen día— digo.

— ¿Por algo en particular?

No quiero decirle nada. De verdad que no quiero. Pero la forma en que me lo pregunta, tan directa y a la vez tan… cuidada, deja una grieta por donde la verdad se me escapa sola y me veo en la necesidad de decirle de esto a alguien.

— Mañana es mi cumpleaños.

Él abre un poco los ojos, muy sorprendido.

— ¿¡Qué!? ¿En serio? ¿Y no me ibas a decir nada?

— No... suelo decirle a nadie— respondo encogiéndome de hombros.

— ¿Por qué?

El ascensor sigue subiendo, lento, como si quisiera obligarme a contestar. No tengo escape. Siento el pecho pesado. Trago saliva.

— Porque no me gusta la fecha— admito, bajando la mirada y alzando mis hombros.

Él frunce el ceño, preocupado.
— ¿No te gusta cumplir años?

— No… no es eso— muerdo mi labio —Es que me acuerdo de mi papá.

Marcos se endereza, más atento.

— ¿Pasó algo?

— Solo… viví toda mi vida escuchando promesas sobre que me iba a hacer una fiesta sorpresa alguna vez… Me lo dijo tantas veces— sonrío con tristeza — Pero nunca la hizo. Y después se fue— suspiro —Supongo que después de eso, no esperé más nada de esa fecha, es un día como cualquier otro para mi, aunque mi madre insiste con que lo festeje.

El ascensor se detiene por fin. Las puertas se abren. Marcos queda mirándome en silencio, esta quieto, como si quisiera decir algo más pero no supiera cómo hacerlo sin cruzar un límite.

— Sofi…— empieza.

— Ya te dije que está todo bien— digo rápido, escapando hacia el pasillo —De verdad. Es solo un día.



#5202 en Novela romántica

En el texto hay: cafe, cafeteria, uruguay

Editado: 04.12.2025

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