Mi peor cliente

CAPÍTULO 17

El resto de mi día transcurre lento, pero no pesado. Es como si todo estuviera cargado de una electricidad suave pero intensa. Valentina me habla de cualquier cosa para distraerme; Marcos pasa más veces de lo normal por nuestro sector, revisa cosas que no necesita revisar, pregunta detalles que no necesita preguntar. Todo con esas excusas que nadie se cree, esas que parecen hechas solo para verme, aunque mi mente me quiera engañar de que no sea así.

Cuando al fin terminan nuestros turnos, Valentina y yo salimos a la puerta para irnos de la empresa.

— ¿Querés que mañana hagamos algo chiquito?— me pregunta —No una fiesta, solo... no sé, tomarnos un café, salir a merendar después del trabajo.

— No, Vale. Gracias. Pero ya te dije que no hace falta.

Ella suspira.
— Está bien. Pero si mañana querés compañía, me escribís, ¿Sí? Yo tengo trabajos que publicar pero voy a estar a la vuelta.

— Dale, prometido— digo, aunque sé que no lo voy a hacer.

Vale me dice que ya se tiene que ir para la fiesta de su sobrina así que después de despedirse se va en su auto estacionado a unos metros de nosotras.

Mientras Valentina se aleja, la calle queda casi vacía. Solo se escucha el motor de algún auto perdido, el murmullo de la ciudad apagándose de a poco y el viento tibio que mueve las hojas secas del estacionamiento. Me quedo ahí parada, con la mochila colgándome solo de un hombro, sintiendo ese silencio raro que llega todas las tardes cuando es el final de mi turno.

Esa soledad que se siente cuando todos ya se fueron y el edificio parece exhalar después de un día largo. Miro la pantalla de mi celular por inercia, aunque no espero ningún mensaje. Respiro hondo, como queriendo irme ya, cuando de repente siento una presencia a mi costado. Giro apenas la cabeza. Marcos aparece justo al lado de mí, como si esperara que yo me fuera. Se me acelera cada rincón del corazón, aunque evite hacerlo.

— ¿Ya te vas?— pregunta él.

— Sí— respondo.

— ¿Querés que te acompañe a la parada? Te llevaría en el auto hasta tu casa pero no paso por ahí hoy, quede de verme con unos amigos.

— Tranqui, estoy acostumbrada a volver en ómnibus, chico rubio de traje.

Caminamos juntos por la calle en silencio. Pero esta vez es distinto: no es un silencio incómodo. Es uno que pesa por todo lo que quedó suspendido entre nosotros durante el día, por todas las palabras que nos aguantamos decirnos.

Cuando llegamos él decide hablar.

— Sofi— dice él, mirándome desde muy cerca. Su voz es baja, sería.

— ¿Sí?

— Gracias por confiarme lo de hoy.

— No fue confianza— respondo casi sin pensar —Fue... que me agarraste en un momento vulnerable.

Marcos sonríe levemente.
— Mañana...— dice él, sin mirarme —No quiero que estés sola.

— No voy a estar sola, ya te dije que voy a ir a trabajar.

Él gira la cabeza hacia mí.
— Sofi.

— Marcos— lo interrumpo —No es que no quiera que la gente sea buena conmigo, solo... que no estoy acostumbrada.

— Bueno— dice él —Ya es hora de que alguien te acostumbre a que te traten como te lo mereces ¿O no?

Me atraganto con mi propia saliva. Veo a mi ómnibus llegar a la parada, cuando un montón de gente hace seña para que pare, él me habla.

— Nos vemos mañana, mesera linda— dice suave.

— Sí, claro— respondo, sin poder mirarlo a los ojos por mucho rato.

Lo próximo que siento son sus labios impactando contra mi mejilla, es como un beso de despedida, sabe que no quiero mostrar nada en público, o al menos por ahora y ese gesto me deja casi congelada, no fue algo tan obvio, pero fue un acto tierno, ni muy arriesgado ni muy fácil de ignorar.

Subo al ómnibus sintiendo como el aire de la tarde me golpea directo en el pecho. Me siento abrazándome a mí misma, tratando de procesar todo lo que pasó hoy.

Por primera vez en muchos años, siento que tal vez mañana no sea una fecha que duela tanto.

El ómnibus se aleja de la avenida principal y entra a mi barrio, Cordón siempre me pareció que está detenido en un domingo eterno. Casi todas las veredas siempre están rotas, las ventanas de los departamentos viven iluminadas a medias, el olor a bizcochos calientes siempre se mezcla con el de la humedad. Yo camino despacio, porque quiero que mis pensamientos se ordenen antes de cruzar la puerta de casa, aunque sé que no lo van a hacer.

Todavía tengo la mejilla tibia.
El beso de Marcos se me quedó grabado ahí como una firma invisible, una que no se borra aunque intente no pensar en ella. Y lo peor es que no quiero borrarla.

Abro la puerta del departamento despacio, cuidando no hacer ruido, por las dudas de que mi madre este durmiendo.

— ¿Sofi?—escucho la voz de mamá desde el comedor, muy bajita.

— Si, soy yo, má— le respondo, dejando la mochila sobre la silla de la sala.

La luz amarillenta del comedor está encendida, ella está sentada con su pijama gris, el pelo recogido de manera desprolija y el mate que parece ya estar frío a s lado. Sus ojos cansados se iluminan apenas cuando me ve entrar.

— Qué día largo ¿No? Parecía que no terminaba más— dice, como si pudiera leerme la mente, sabiendo lo cansada que estoy.

— Si, un poco— respondo, sonriendo apenas.

Me acerco y la beso en la frente. Noto como tiene la piel fría. Ella me mira con esa mezcla de cariño y preocupación que lleva años perfeccionando.

— ¿Tuviste que hacer más trabajo hoy?— pregunta.

— Nop— digo —Me quedé charlando con Vale un rato.

Mamá asiente. Últimamente su enfermedad estuvo provocando que no pueda mover sus manos con tanta rapidez, pero igual intenta levantarse y caminar hacia la heladera.

— Má, déjame, yo hago— le digo, pero ella pone cara de ofendida.

— Yo puedo, Sofía. Yo soy la madre acá.

Suspiro y la dejo. Abre la heladera y saca dos platos con arroz con pollo. Apenas se da vuelta, veo cómo le tiembla un poco la mano derecha. Me acerco sin que lo note y acomodo los vasos en la mesa, también pongo el pan y el plato de tomate picado que dejé preparado más temprano, antes de irme a trabajar.



#5202 en Novela romántica

En el texto hay: cafe, cafeteria, uruguay

Editado: 04.12.2025

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