El apartamento huele a milanesas fritándose. Mamá lleva más de una hora moviéndose de un lado al otro de la cocina como si tuviera veinte años menos y los pulmones perfectos. Yo intenté ayudarla, pero me echó dos veces con esa sonrisa falsa que usa cuando trama algo.
Respiro hondo mientras acomodo por quinta vez los cubiertos sobre la mesa. No es que estén mal puestos, es que necesito hacer algo para no pensar demasiado. Para no recordar lo que pasó en el pasillo hace unos minutos. Para no recordar que literalmente tengo a Marcos parado a un lado de la mesa principal.
Cuando entro al comedor, nuestros ojos se cruzan apenas un segundo.
Un segundo que me quema por dentro. Desvío la mirada enseguida.
— ¿Querés que te ayude en algo?— pregunta él, suave, demasiado suave. Esa voz que usa para no asustarme.
— No. Estoy bien— respondo, casi seca sin quererlo.
Mamá lo nota, obvio que lo nota, porque sonríe como quien mira una película romántica que ya sabe cómo termina.
— Sofí, alcánzame los vasos— dice, como excusa para interrumpir la tensión.
Los agarro y los llevo a la mesa. Siento a Marcos caminar detrás de mí: ese ligero roce del aire cuando alguien se te acerca sin tocarte. Lo tengo tan presente que me tiemblan las manos.
El vidrio del vaso tintinea sobre la mesa. Mamá frunce los ojos.
Marcos también.
Yo solo quiero desaparecer.
— Bueno— dice mamá, sentándose —a comer. Aprovechen mientras está todo calentito.
Nos sentamos. Yo enfrente de mamá. Marcos, inevitablemente, a mi lado. Tan cerca que siento el perfume de su campera mezclarse con el olor del arroz. Todo en mí se tensa.
Él no dice nada. Yo tampoco. Mamá sí.
— ¿Y cómo están en la empresa?— pregunta, inocente... pero no tanto.
Trago saliva.
Marcos abre la boca para responder, pero yo me adelanto.
— Bien.
Marcos me mira de costado, sorprendido. Cruzamos miradas. Me arde el pecho.
— Bueno...— continúa mamá —Marcos, Sofía me contó que sos muy trabajador.
Yo ahogo el aire en mi boca. Mamá. Por favor.
Marcos sonríe, apenas. Bastante incómodo.
— Hago lo que puedo— dice él, mirando su plato —Sofía también es muy dedicada.
Ese "muy" queda flotando entre nosotros dos como una verdad peligrosa.
Mi corazón me golpea contra las costillas.
— Sí, mi niña siempre fue una luchadora— dice mamá, con un orgullo que me parte —demasiado buena para este mundo.
Marcos baja la mirada. Y suelta, muy bajito:
— Tal vez demasiado buena para mí también.
Yo si lo escuché, dejo caer el tenedor.
Mamá abre los ojos... y sonríe como quien acaba de escuchar lo que quería.
Yo solo quiero salir corriendo de acá, los nervios me ganan y mi tenedor termina en el suelo.
— ¿Querés decís algo, Sofi?— pregunta mamá, divertida.
— No... nada— murmuro, agachándome para tomar el tenedor del piso —Se me resbaló.
Pero no se me resbaló. Mi cuerpo entero está temblando.
Marcos aprovecha la oportunidad y también se inclina un poco, no mucho, solo lo suficiente para que yo sea la única que lo escuche hablar.
— Si estás incomoda... me voy— susurra.
Su voz se me mete en la piel. Me estremece. Me enoja. Me da ternura. Me duele. No respondo.
— No seas tonto— dice mamá de golpe —Coman tranquilos, por favor. No saben la ilusión que me hace tenerlos a los dos acá.
"Los dos". Mi garganta se cierra.
Mientras comemos, Marcos intenta varias veces hablarme con la mirada. Yo no puedo sostenerle nada. Ni un segundo. Me parte la cara entera solo verlo ahí, tan cerca, tan real.
Cada vez que él respira profundo, lo escucho. Cada vez que mueve la mano, lo siento.
Lo conozco demasiado para fingir que no me afecta.
Y mamá... mamá está más feliz que nadie. Nos mira de un lado al otro como si quisiera empujarnos físicamente a arreglarnos.
En un momento, él estira la mano para agarrar la jarra de agua... su mano roza la mía.
Un roce mínimo. Pero mi corazón se desboca.
Marcos se queda quieto. Congelado. Me mira. Como si ese contacto accidental lo hubiera sacudido a él también.
Y yo. Yo cometo el error de levantar la vista.
Esos malditos ojos celestes que me persiguen.
Esa forma de mirarme con la culpa, el cariño, el dolor, y esa necesidad que no sé manejar. Aparte la mirada de inmediato.
— Ay, casi me olvido— dice mamá súbitamente, levantándose—Hice un pan casero riquísimo, ahora vuelvo.
Se va directo a la cocina. Nos deja solos.
El silencio se vuelve insoportable.
Marcos respira hondo, como juntando valor.
— Sofía...— susurra —No quiero que esto sea así entre nosotros.
Yo aprieto las manos sobre las rodillas, dura.
— No quiero hablar acá.
— Pero te quiero hacer saber lo que estoy sufriendo sin vos en la oficina Sofia. Te juro que estoy tratando de hacer lo posible para que Pilar se vaya a trabajar a otro lado.
Mi garganta tiembla.
— Te dije que no quiero hablar— repito.
Él asiente, herido. Se muerde el labio y ese gesto casi hace que me desmaye sobre la mesa. Mira mis manos. Y cuando mamá vuelve, yo ya no puedo dejar de sentir el peso de sus ojos sobre mí.
El almuerzo sigue, pero yo ya no escucho nada. Solo siento a Marcos. Y siento que nuestra distancia duele.
Marcos me mira, y aunque no diga nada, sé que está analizando cada gesto mío, cada respiración que intento controlar.
Y el almuerzo continúa, tenso pero cálido, incómodo pero necesario. Una paz rara, frágil.
Como si estuviéramos parados al borde de algo que todavía ninguno quiere nombrar.
Cuando Marcos y yo salimos del apartamento, mamá se queda en la puerta saludándonos con esa sonrisa que solo ella tiene; cálida, orgullosa... y peligrosamente entrometida.
Yo camino hasta el ascensor sin mirar a Marcos, con la sensación de que todavía tengo las manos tibias del almuerzo, el pecho apretado y las mejillas calientes por cada cosa que no dijimos.