Mi profesor 2

25

Beatriz era una desconocida para mí. Sí, compartíamos parentesco, compartíamos ADN y todo eso pero era una desconocida. Por eso, cuando me toco hablar delante de mi familia en la funeraria en la que iba a ser la misa de su entierro, no supe muy bien que decir. Me quedé en blanco y por suerte, mi padre me sacó del atril al que casi me obligaron a subirme y apoyó un brazo en mi hombro diciéndome que era normal que no pudiera hablar por el dolor.

Es cierto, estaba dolida. Ver a mi madre así era lo mas horrible que jamas había sentido. Estaba totalmente destrozada. Mi padre lo disimulaba a veces, seguramente por mi madre, pero estaba también derrotado. Me partía el corazón verlos así. En cuanto a mi, no sentía nada. Ni siquiera lloré. Ni cuando me dieron la noticia ni mucho menos después. Intenté recordar algunos momentos felices al lado de Bea, pero nos sacábamos diez años. Cuando yo tuve edad suficiente para recordar ella ya se había ido de casa. Aún así, ver su foto encima del ataúd me estremeció el corazón. Una desconocida, pero la única desconocida con la que compartía sangre.

Había muerto por una sobredosis, en un hotel de mala muerte en pleno Manhattan, como en las series americanas policíacas. Incluso su muerte tenía que ser de película. La encontraron tres días después cuando entraron a limpiar. Los policías no entraron en detalle, quizás porque ya habían dicho suficiente. Era como una puta pesadilla.

Tardaron cinco días en repatriar el cadáver de Bea. Cinco días infernales en los que mi madre no paraba de llamar para gritarle al abogado, al consulado o a los policías. Quería a su niña a su lado cuanto antes. Yo me pase esos días en la habitación encerrada, a veces salia para intentar consolara cuando se cansaba de gritar y pasaba a llorar descontroladamente, pero con el paso de los días me di cuenta de que era inútil. Andrés y Marc vinieron a visitarme unas cuantas veces, querían mostrarme su apoyo en momentos tan difíciles aunque yo realmente no lo necesitara, incluso a veces me sentía culpable por hacerles creer que estaba sufriendo cuando realmente no sentía nada. Cuando me dijeron que el colegio había decido aplazar la graduación dos semanas para que yo pudiera ir, pensé en visitar al director para decirle que no era necesario, pero mi madre insistió en que lo dejara tal y como estaba que ya tenían suficientes problemas. Pensé el la cantidad de gente que tendría que aplazar su maravilloso día por culpa de un familiar muerto de un alumna a la que ni conocían. Era todo demasiado estúpido.

La misa había acabado y era el momento de llevar el ataúd hasta el nicho correspondiente. Mi madre, que hasta entonces apenas sollozaba, gritó con fuerza mientras abrazaba aquella fea y brillante caja de madera en la que habían metido a su preciosa hija. Mi padre intentaba sujetarla pero era imposible. Yo me quedé allí mirando la escena completamente paralizada. Era horrenda. Al final consiguieron que soltara la caja de madera el tiempo suficiente como para sacarla de la sala. Algunos familiares ya se habían marchado pero la mayoría permaneció allí de pie a su lado.

El ataúd hacia ya un rato que había salido de la sala cuando yo seguía de pie en el mismo sitio. Era como si no pudiese mover las piernas. Miraba al altar donde minutos antes se había quedado mi madre abrazada a mi padre y con la familia alrededor intentando ayudarla a controlar la respiración. Cerré los ojos. Todos se habían ido, y de repente sentí una paz celestial. Ya no oía llantos, nadie lloraba. Hacía al menos una semana que no sabía lo que era el silencio. Por fin ya nadie lloraba.
Nunca fui de creer en dios, pero tenía que admitir que aquel lugar era de lo mas relajante. La puerta de la sala se abrió y me devolvió a la tierra. Mi padre vendría a buscarme para poder irnos a casa y no volver jamas allí. Abrí los ojos y me giré, la figura que apareció delante de mi no se parecía en nada a mi padre. Hacía ya meses que no lo veía, pero apenas había cambiado. Sus ojos azulados-grises combinaban a la perfección con la pureza del ambiente.

- Hola.- saludó.

La voz de Alex resonó en mi cabeza como un golpe de realidad. Hacia una semana que no pensaba en él, al menos no que recordara, pero ahí estaba. Me miraba como si intentara descifrar que pasaba por mi cabeza, como si de repente fuese a volverme loca y echarlo a patadas. Pensé en Bea, Alex le hubiese parecido el hombre mas atractivo del mundo. Hubiesen sido cuñados. Alex y Bea habían sido cuñados. Como si me hubiese despertado de un largo letargo, me di cuenta de que no podía ver. Todo estaba muy borroso, mis ojos estaban empañados y tardé en entender que era porque estaban llenos de lagrimas que empezaron a derramarse por todo mi cara. Alex se acercó a mi y me rodeó con los brazos. Yo le agarré con fuerza y le devolví el abrazo mientras inundaba su camisa rosa palo. Quería parar y no podía. No era capaz de dejar de llorar. Beatriz era mi hermana, no era una simple desconocida. Era la única hermana que podría haber tenido. Había perdido a mi hermana.

Pasamos al menos cinco minutos allí de pie abrazados. No sabía que un ser humano podía llorar tanto. Respiré profundamente e intente controlarme, el olor de Alex inundaba todas mis vías respiratorias, y la verdad, eso me relajaba. No me había dado cuenta de lo extremadamente cansada que estaba. Me aparté de él.

- ¿Por qué has venido?.- pregunté secándome las lagrimas con las mangas de mi feo vestido negro.

- Porque eres Alicia. Mi Alicia. Y siempre te voy a querer, incluso cuando te odie.

Al oír eso, sentí un fuerte dolor. Le miré a los ojos.

- Ahora no puedo hablar de eso, no me pidas que hable de eso.

Alex se acercó nuevamente y me acarició la mejilla.

- No tienes que hablar de nada.- Me besó la frente y me sentí reconfortada.

Saber que simplemente había venido a estar a mi lado me tranquilizó mucho. Realmente necesitaba a alguien a mi lado que solo se dedicara a estar allí. Le volví a abrazar pero esta vez durante apenas unos segundos, ya que me cogió los brazos y me apartó suavemente. Le miré desconcertada y me di cuenta de que no me miraba a mi sino a lo que tenía detrás. Me giré rápidamente. Mi padre estaba en el umbral de la puerta mirándonos con los ojos como platos.




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