El inquilino
Dante
El vuelo fue tranquilo, el tipo de viaje en el que uno tiene demasiado tiempo para pensar.
Miré por la ventanilla cuando el avión descendía, reconociendo los colores familiares de la ciudad: el gris de los edificios, los árboles dispersos, el brillo metálico del río a lo lejos.
Había pasado tanto tiempo y, sin embargo, nada parecía haber cambiado.
Tomé un taxi desde el aeropuerto hasta la dirección que Alexandro me había enviado.
El chofer hablaba sin parar sobre el tráfico, las lluvias, el nuevo estadio; yo apenas escuchaba.
Mi mente estaba en otra parte —en las clases que empezaban la próxima semana, en los alumnos que aún no conocía, en el olor del taller de arte que recordaba tan bien.
Cuando el taxi se detuvo frente al edificio, el reloj marcaba casi las cinco de la tarde.
Un edificio alto, de fachada clara, con balcones llenos de plantas.
“Un lugar tranquilo”, pensé. Perfecto para mantener una vida ordenada.
Subí con mi maleta y toqué el timbre.
El sonido resonó un par de veces antes de que escuchara pasos apresurados del otro lado.
La puerta se abrió.
Y, por un segundo, el aire se detuvo.
Frente a mí había una joven —alta, cabello castaño con reflejos dorados, ojos azules que no parecían decidir entre sorpresa y desconfianza.
Tenía las manos manchadas de pintura y una mancha azul en la mejilla.
El tipo de detalle que, sin saber por qué, uno no puede dejar de mirar.
—Aleksia, ¿cierto? —pregunte.
—Y tú debes ser Dante. —preguntó, como si probara el nombre antes de creerlo.
Asentí.
—Así es. Gracias por dejarme quedarme aquí —sonreí levemente.
Ella cruzó los brazos, inclinando un poco la cabeza.
—Así que tú eres el amigo de mi hermano.
No era una pregunta. Era una evaluación.
Y no me equivocaba al pensar que su mirada tenía filo.
—Supongo que sí —respondí, intentando una sonrisa—. Espero no haber llegado demasiado temprano.
—No. Justo a tiempo para invadir mi espacio. —Lo dijo sin rastro de humor, pero sus ojos tenían un brillo que me desconcertó.
Por costumbre, observé el interior del apartamento tras ella: lienzos, pinceles, colores por todas partes.
El caos perfecto de alguien que vive el arte, no solo lo practica.
—Puedo buscar otro lugar si te incomoda —dije con calma.
Aleksia negó, suspirando.
—No, da igual. Ya estás aquí.
Se apartó para dejarme pasar.
El interior del apartamento olía a pintura fresca y té recién hecho.
Había algo cálido en el aire, una especie de desorden que no resultaba molesto sino… vivo. Como si cada trazo, cada mancha en el suelo tuviera una historia.
Dejé la maleta junto a la pared y me giré hacia Aleksia.
Ella me observaba en silencio, como si tratara de decidir si yo encajaba o no en su universo colorido.
—Tu hermano me dijo que tenía un buen lugar —dije al fin, para romper el silencio—. No exageró.
—Claro, porque el que lo mantiene ordenado soy yo —respondió, arqueando una ceja.
—Lo imaginé.
Caminé unos pasos, cuidando de no pisar ningún lienzo en el suelo.
—Tienes mucho talento. Se nota que pintas con el alma.
—¿Lo dices porque lo piensas o porque es lo que se dice cuando no sabes qué comentar? —preguntó, cruzándose de brazos.
—Lo digo porque lo veo —contesté sin apartar la vista de una pintura en particular: una figura femenina envuelta en tonos dorados y azul profundo. Tenía la misma intensidad que sus ojos.
Aleksia cruzó los brazos, como si de pronto se sintiera expuesta.
—Mi hermano me dijo que necesitabas un sitio temporal.
—Así es. Estaré dando clases este semestre en el instituto.
—¿Clases? ¿De qué?
—Arte.
Noté cómo su expresión cambió un poco: sorpresa primero, luego curiosidad.
—¿Eres profesor?
Asentí.
—De reemplazo. Nada permanente.
—Vaya… —murmuró, mirando hacia otro lado—. Qué coincidencia.
Había algo en su tono, algo entre la cautela y el interés.
—Te mostraré la habitación —dijo finalmente, caminando hacia el pasillo.
La seguí, observando cómo el sol de la tarde se filtraba por la ventana y dibujaba reflejos dorados en su cabello.
La habitación era sencilla: una cama, un escritorio, una repisa vacía.
—Puedes usar lo que necesites —dijo ella, sin mirarme directamente—. Solo… evita tocar mis cosas.
—Lo prometo —respondí, sonriendo apenas.
Se giró entonces, y por un momento nuestros ojos se encontraron.
Esa mezcla de determinación y vulnerabilidad en su mirada me tomó por sorpresa.
Pensé en decir algo más, pero preferí el silencio.
—Si necesitas algo, la cocina está al fondo. Yo… tengo cosas que hacer —dijo rompiendo la tensión qué se formaba.
—Claro —respondí.
Cuando se fue, me quedé de pie junto a la ventana, observando cómo el día comenzaba a morir sobre los tejados.
No había pasado ni una hora desde que llegué, y ya algo en ese lugar —en ella— me resultaba inquietantemente familiar.
Como si, de alguna manera, ya la hubiera pintado antes.
Aleksia
La tarde cayó pesada y húmeda sobre la ciudad.
El sonido de la lluvia contra los ventanales acompañaba el ritmo de mis pasos; daba vueltas por el apartamento sin saber si recoger un poco o dejar el desastre como estaba.
—Da igual —murmuré, dejando caer un cojín sobre el sofá—. Si el tipo es amigo de Alexandro, seguro es otro maniático del orden.
Revisé el reloj. Cinco y diez.
El timbre sonó.
Suspiré.
—Aquí vamos.
Abrí la puerta, y el aire del pasillo se mezcló con el aroma a lluvia.
Frente a mí, un hombre alto, con el cabello oscuro y la mirada verdosa, sostenía una maleta.
Su presencia llenaba el espacio sin esfuerzo.