Mi profesor ¡es mi roomie!

CAPÍTULO 4

Cruce silencioso

Dante

La puerta se cerró detrás de mí, y el silencio del apartamento me envolvió como una pausa necesaria.

Olía a pintura fresca, a trementina, a lluvia. Un aroma que solía asociar con calma, pero que en ese instante solo me mantenía alerta.

Dejé la maleta junto a la cama y exhalé despacio.

No imaginé que el amigo que me ofrecía alojamiento tenía una hermana… y mucho menos que fuera ella.

Aleksia.

El nombre resonó en mi mente como una nota que aún no sabía dónde colocar.

Recordaba vagamente que Alexandro, en la universidad, hablaba a veces de “su tormenta personal”, la llamaba así —Leks, creo que dijo una vez—, pero nunca mencionó detalles. Solo que era más terca que él, más libre, más fuego.

No pensé mucho en eso entonces. Ahora entendía a qué se refería.

Su mirada… directa, desafiante. Esa manera de moverse como si el mundo tuviera que adaptarse a su ritmo.

No era lo que esperaba encontrar al otro lado de una puerta en un lluvioso viernes.

Me dejé caer en el borde de la cama.

El profesor Montalvo me había llamado días antes de venir, fue claro: “Solo será por medio año, Dante. Hasta que pueda volver.”

Acepté porque él había sido mi mentor.

Regresar a esta ciudad no estaba en mis planes, pero necesitaba un cambio, algo que me hiciera sentir parte de nuevo.

Miré por la ventana. La lluvia seguía cayendo, y el reflejo de las luces hacía que todo pareciera un cuadro inacabado.

Recordé la llamada con Alexandro, su voz entusiasmada al ofrecerme el apartamento:

“Mi hermana vive sola, te vendrá bien. Además, así la mantienes vigilada.”

Vigilada.

No sabía si lo decía en serio o en broma, pero ahora entendía el trasfondo.

Ni una advertencia, ni una descripción.

Y ahora entendía por qué: no hay palabras que preparen para alguien como ella.

Me incliné hacia atrás, apoyando la cabeza contra la pared.

El sonido de un pincel golpeando un frasco llegó desde el salón, suave, constante.

Cerré los ojos.

—Así que Leks pinta —murmuré, casi sonriendo.

Había algo tranquilizador en ese sonido… o tal vez solo era el comienzo de un problema que aún no sabía nombrar.

Quizá no debí haber aceptado quedarme aquí.

Pero ya era tarde para eso.

Miré alrededor de la habitación. Cada rincón hablaba del hermano que había intentado hacer de este lugar un hogar, pero también de ella, la que lo había llenado de vida.

Y mientras la lluvia seguía cayendo, supe con una certeza inquietante que mi regreso no sería tan sencillo como había imaginado.

Aleksia

La lluvia seguía cayendo, más suave ahora, como si la ciudad se hubiera quedado sin fuerzas.

Yo tampoco tenía muchas.

Había intentado concentrarme en pintar, pero cada trazo terminaba convirtiéndose en el reflejo de un par de ojos verdes.

“Tranquilo, responsable, nada problemático.”

Eso había dicho Alexandro.

Solté el pincel, frustrada.

Nada de tranquilo tenía aquel tipo. Su sola presencia había alterado por completo la calma del apartamento.

El reloj marcaba casi las nueve cuando el olor a comida me sacó de mis pensamientos.

Fruncí el ceño. No recordaba haber cocinado nada.

Salí del estudio descalza, con la camiseta manchada de pintura y el cabello en un moño improvisado.

Desde la puerta de la cocina lo vi.

Dante estaba de espaldas, revolviendo algo en una sartén.

La luz cálida del lugar dibujaba su silueta y el sonido del aceite chispeando llenaba el silencio.

Parecía tan tranquilo que por un instante dudé si hacer ruido o simplemente observar.

—¿Siempre cocinas sin preguntar? —pregunté al fin, apoyándome en el marco de la puerta.

Él giró la cabeza con una calma que me irritó más de lo que debería.

—Tenías la nevera vacía. Pensé que alguien debía arreglar eso antes de morir de hambre.

—Podía hacerlo yo —repliqué.

—Llevas horas encerrada pintando. No parecías muy interesada en cenar.

Su tono no fue arrogante, pero tampoco complaciente. Simplemente… firme.

Y eso me desconcertó.

—No suelo tener invitados —dije, cruzándome de brazos.

—Lo sé. —Se encogió de hombros—. Yo tampoco suelo serlo.

Guardé silencio unos segundos, observando cómo servía la comida con movimientos precisos.

No hablaba mucho, pero cada gesto parecía medido.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté, solo por romper la quietud.

—Pasta. Nada complicado. —Me miró por un segundo—. ¿Quieres?

Negué con la cabeza, aunque mi estómago opinara distinto.

—No tengo hambre.

—Mentira —respondió con una media sonrisa.

No supe qué contestar. Me limité a fruncir el ceño y dar media vuelta.

Pero antes de salir, su voz me detuvo.

—Aleksia. —Sonó firme, pero no fría.

Me giré. Sus ojos se suavizaron un instante—. Prometo no interrumpir tu mundo más de lo necesario.

No respondí. Solo asentí y seguí mi camino al estudio.

Pero cuando el aroma de la comida volvió a llegar, no pude evitar sonreír.

“Promete no interrumpir mi mundo”, pensé, dejando escapar una pequeña risa.

Demasiado tarde.

Ya lo había hecho.




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