Mi profesor ¡es mi roomie!

CAPÍTULO 5

Algo que no esperaba

Dante

La pasta sabía mejor de lo que esperaba.

Quizás porque llevaba horas sin comer, quizás porque cocinar siempre me había dado una especie de paz.

O quizás… porque mi cabeza seguía dándole vueltas a ella.

Me apoyé en la encimera, comiendo despacio mientras escuchaba el eco distante de pinceles moviéndose en su estudio.

Ese sonido parecía seguirme desde que llegué.

Constante.

Hipnótico.

Solté un suspiro.

No era la mejor forma de empezar mi nueva vida en esta ciudad: descolocado por una chica que acababa de conocer y que, para colmo, era la hermana de mi mejor amigo.

Y sin embargo…

Había algo en Aleksia que resultaba imposible de ignorar.

La forma en que apareció en la puerta, con pintura en las manos y esa expresión de “este es mi territorio”.

La manera en que me retaba sin siquiera intentar ser hostil.

El fuego en los ojos cuando estaba a punto de contradecirme.

Me descubrí sonriendo.

No debería.

Pero lo hacía.

—Mentira —murmuré para mí mismo, recordando cuando dijo que no tenía hambre.

Se le notaba en los ojos.

Y en el estómago que sonó justo cuando se dio la vuelta.

Apreté los labios, tratando de borrar la sonrisa.

No estaba aquí para complicar nada.

Solo necesitaba un lugar donde quedarme por un tiempo, trabajar, enseñar, mantenerme ocupado.

No pensar demasiado.

Terminé de comer y empecé a lavar los platos.

El agua tibia y el vapor me despejaron un poco la mente.

Pero en cuanto apagué la luz de la cocina, la imagen de Aleksia volvió, nítida, como si todavía estuviera apoyada en el marco de la puerta, mirándome con ese desorden quieto que parecía venir con ella.

Me quedé un momento en la penumbra, escuchando la lluvia y sus pinceles.

Había algo entre esas dos cosas que me hacía sentir… de vuelta.

Como si hubiera llegado al lugar correcto sin buscarlo.

Negué con la cabeza.

No debía pensar así.

Ella era solo eso:

la hermana de Alexandro,

mi casera temporal,

una desconocida compartiendo techo.

Nada más.

Nada que pudiera permitirme mirar con otros ojos.

Cerré la puerta de mi habitación, tratando de dejar todas esas ideas afuera.

Pero mientras me acostaba, aún podía escucharla moverse al otro lado del pasillo.

Ligero.

Vivo.

Y supe, con un peso incómodo en el pecho, que dormir no sería tan sencillo como había imaginado.

Desperté antes de lo habitual.

No porque hubiera dormido bien, sino porque la casa tenía un tipo de silencio distinto al de la noche, uno que se colaba por las paredes como un recordatorio de que no estaba solo.

Me quedé unos segundos mirando el techo, escuchando.

Nada.

Ni pinceles, ni pasos, ni puertas.

Solo el murmullo bajo de la lluvia que seguía cayendo a ratos.

Me levanté, me puse una camiseta y salí de la habitación, intentando no hacer ruido.

No estaba seguro de por qué.

Quizás porque ella dormía.

O quizás porque parte de mí quería evitar cualquier contacto innecesario tan temprano, cuando mi cerebro aún no estaba lo suficientemente alerta como para controlar… reacciones.

Cosas.

Pensamientos que no deberían existir.

Entré a la cocina y empecé a preparar café.

El aroma llenó el espacio, cálido, familiar.

Abrí un par de huevos, coloqué pan a tostar.

Movimientos automáticos, simples, seguros.

Entonces la escuché.

Un arrastre de pies.

Un pequeño suspiro.

Un bostezo suave.

Me tensé antes de girar.

Aleksia apareció en la puerta, con el cabello despeinado, una camiseta enorme que prácticamente le cubría los shorts, y la marca de la almohada aún en la mejilla.

Se frotaba un ojo con la mano, como si el mundo aún fuera demasiado brillante para verla despierta.

Y por un momento, solo un momento, olvidé respirar.

Otra vez.

—Buenos días —dijo con la voz ronca del sueño.

Asentí, porque las palabras tardaron medio segundo más de lo normal en llegarme.

—Buenos días.

Ella olió el café y suspiró como si eso fuera suficiente para mejorar su humor.

—¿Café? —preguntó, acercándose.

Le serví una taza antes de que lo pidiera. No pensé en hacerlo, solo… lo hice.

Ella la tomó con ambas manos, se inclinó un poco hacia la taza y cerró los ojos al primer sorbo.

Por alguna razón, ver eso me golpeó más fuerte de lo necesario.

—Gracias —murmuró.

—De nada.

El silencio se instaló entre nosotros, no incómodo exactamente… pero sí lleno de algo que ninguno de los dos sabía dónde colocar.

Continué cocinando, intentando enfocarme en la sartén.

Pero podía sentirla detrás de mí.

No mirándome, sino existiendo.

Y eso ya era bastante.

—No sabía que cocinabas tanto —dijo finalmente.

—Solo lo suficiente para no morirme —respondí.

Ella rió, suave, casi como si no quisiera que la escuchara.

—Pues huele bien.

—¿Quieres? —pregunté sin pensarlo.

—No tengo hambre —dijo, igual que la noche anterior.

Su estómago gruñó traicionándola.

Se mordió el labio. Yo evité sonreír.

—Puedo servirte un poco —ofrecí.

—Está bien… —murmuró, bajando la mirada— Solo un poco.

Le serví la mitad de lo que tenía y nos sentamos a la mesa.

La lluvia golpeaba los ventanales.

Ella comía en silencio.

Yo intentaba no mirarla demasiado tiempo seguido.

—¿Siempre te despiertas tan temprano? —me preguntó.

—Es una costumbre de antes —respondí.

—¿De antes de qué?

“De antes de irme.”

“De antes de perderme.”

“De antes de volver.”

Pero solo dije:

—De antes de todo esto.

Ella asintió, como si entendiera.

Seguimos comiendo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.