Mi profesor ¡es mi roomie!

CAPÍTULO 6

Aleksia

Me dejé caer sobre la cama, boca arriba, mirando el techo.

Intentando aparentar normalidad, como si nada hubiera pasado.

Como si mi corazón no estuviera haciendo ese tonto tamborileo en el pecho.

Como si mis mejillas no estuvieran calientes.

Como si no acabara de mirar a un completo desconocido —que ahora vivía en mi casa— como si fuera…

Bueno, como si fuera algo más que eso.

—Ridícula… —murmuré en voz baja.

Pero cada vez que cerraba los ojos, la imagen volvía: él sentado frente a mí, esa expresión tranquila, concentrada, como si nada lo afectara… hasta que nuestros ojos se encontraron.

Fue un segundo. Un parpadeo.

Pero yo lo sentí como si hubiéramos quedado atrapados en algún tipo de burbuja que nadie más podía ver.

Y eso era peligroso.

Me cubrí la cara con las manos, tratando de ahogar el pensamiento antes de que creciera.

—Es el amigo de Alexandro —me recordé en voz baja—. El santo que viene a “poner orden” en mi vida. Que estará aquí solo por unos meses. Solo eso.

Pero no ayudaba en nada.

Un cosquilleo incómodo me recorría el estómago, como cuando ves algo que no deberías querer mirar otra vez… pero lo haces igual.

Me incorporé, buscando distraerme.

Tomé un pincel, uno viejo, mordido en la punta.

Mi mente estaba tratando de meter esa escena en alguna parte, como si necesitara pintarla, desarmarla, entenderla.

¿Qué demonios me pasa?

No era por él.

Era por la situación. La convivencia. La incomodidad.

Y aun así…

su presencia seguía rondando por mi cabeza como un eco persistente.

Me levanté y caminé hacia el pequeño estudio.

Tenía que ocuparme, moverme, desbordar energía o iba a volverme loca pensando en un cruce de miradas tan simple que cualquiera diría que me lo inventé.

—Tranquila —me dije mientras recogía pinceles—. No significa nada.

Pero la parte más honesta de mí —esa que siempre meto debajo de la alfombra— susurró algo que preferí ignorar:

¿Entonces por qué sigues sintiendo que algo cambió?

Para la hora del almuerzo ya había decidido que no iba a pasar el día atrapada en casa pensando en… bueno, él.

Además, mis amigas llevaban días queriendo vernos, y no podía seguir posponiendo todo solo porque un hombre de ojos verdes había decidido invadir mi rutina.

Así que me metí a la ducha con música a todo volumen, cantando tan mal como siempre, y me arreglé sin pensarlo demasiado: un jean ajustado, una blusa ligera color vino y mi chaqueta favorita. Algo cómodo, algo que gritara soy normal, no estoy perdiendo la cabeza por un momento tonto del desayuno.

Me miré en el espejo mientras me peinaba.

—Perfecta —me dije—. O al menos funcional.

Tomé mi bolso, guardé mis llaves, y salí de mi habitación sintiéndome relativamente orgullosa de haber logrado estabilizar mi cerebro.

Pero al doblar hacia el pasillo principal, escuché pasos.

Pasos pesados, tranquilos… reconocibles.

No.

No, no, no.

Cuando llegué a la puerta, ahí estaba él.

Dante.

Sosteniendo su chaqueta sobre un brazo, el cabello algo desordenado —como si también hubiera pasado la mañana pensando demasiado— y con ese aire tranquilo que lo envolvía como si nunca estuviera de prisa.

Se detuvo al verme.

Yo también me detuve.

Por un segundo, ninguno habló.

Otra vez ese maldito segundo interminable que hacía que mi estómago hiciera piruetas.

Fui la primera en reaccionar, porque si no, me iba a derretir en el suelo.

—¿Sales? —pregunté, intentando sonar casual, como si no me hubiera peinado solo para no quedar como una gremlin delante de él.

—Sí —contestó él, suave, ajustándose la correa de su maleta cruzada—. Voy a… recorrer un poco la ciudad. Conocer la zona.

Asentí, como si lo más normal del mundo fuera encontrarme con él justamente cuando me sentía más presentable que de costumbre.

—Yo también —dije—. Voy a ver a mis amigas.

Por un instante, vi algo cruzar su expresión.

¿Curiosidad?

¿Interés?

¿O solo estoy imaginando cosas? No sé.

—Que lo pases bien —dijo él, con una leve sonrisa. De esas que duran muy poco pero que dejan huella.

—Tú también —respondí.

Nos quedamos frente a frente, cada uno del lado de la puerta, como dos desconocidos obligados a coexistir pero sin saber aún en qué dirección moverse.

—¿Vas a salir primero o…? —pregunté, señalando el marco.

—No, adelante —dijo, haciéndose a un lado.

Demasiado cerca.

Demasiado.

Tuve que pasar a su lado, y aunque no quería admitirlo, sentí el calor de su cuerpo, el olor limpio de su perfume mezclado con algo familiar… como madera, lluvia, y algo más suave.

No miré atrás.

No podía.

—Nos vemos luego —oí que decía cuando ya estaba en el pasillo.

Traté de sonar normal.

—Sí, luego.

Cuando doblé la esquina, respiré por fin.

Mis amigas iban a tener mucho de qué burlarse.

Y yo iba a tener que fingir que nada me estaba afectando…

Aunque, sinceramente, a este ritmo iba a necesitar una intervención.

Dante

El clic suave de la taza contra la mesa fue lo único que quedó cuando ella salió de la cocina.

El silencio volvió, pero no era el mismo que antes. Se sentía distinto… cargado, como si algo invisible hubiera quedado suspendido entre los dos.

Me pasé una mano por el cabello, intentando volver a mi rutina, pero mis pensamientos seguían atascados en el instante en el que Aleksia me había mirado.

No fue una mirada larga. Ni particularmente intensa.

Pero algo en ella me desmontó.

Quizás fue la sorpresa, la curiosidad… o esa especie de desafío natural que parecía llevar en la sangre.

Era la misma energía que Alexandro siempre describía cuando hablaba de “la tormentita” —su apodo preferido—, pero nunca imaginé que tuviera ese efecto inmediato.




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