Aleksia
El taxi me dejó frente al café donde habíamos quedado. Era un sitio pequeño, colorido, con ventanas amplias y sillas que nunca hacían juego… pero que tenía un pastel de chocolate capaz de arreglar cualquier mala semana. O cualquier pensamiento incómodo que intentaba evitar desde la mañana.
Apenas crucé la puerta, escuché el grito.
—¡Aleeeeeskiaaaaa! —Paulina, con su voz que podía romper cristales.
—Por Dios, Pau, no necesito que todo el café sepa que llegué —dije entre risas mientras me acercaba.
Ella me abrazó como si no nos hubiéramos visto en años.
Detrás de ella estaba Samira, más tranquila, con su café en mano y una mirada que lo decía todo.
La mirada de “¿Qué me vas a contar hoy?”
Nos sentamos, y antes de poder acomodar mi bolso, Paulina ya tenía los codos sobre la mesa.
—Bueno, suéltalo.
—¿Soltar qué? —pregunté, aunque sabía exactamente qué.
—La vibra —dijo Samira con total seriedad—. Vienes con una vibra rara. No mala… solo… distinta.
—Sí —añadió Paulina levantando una ceja—. Como si algo hubiera pasado. O como si hubieras visto a alguien. O como si…
—¡Por Dios! —interrumpí, levantando las manos—. ¡Solo me arreglé! ¿Es un crimen verse un poco decente?
Paulina entrecerró los ojos.
—Aleksia, te conozco desde que tenías brackets. Cuando te “arreglas rápido” no te haces ondas en el cabello ni te perfumas. Tú vienes en modo cita, pero sin cita.
—¡No vengo en modo cita! —aunque mi voz no sonó tan convincente como quería.
Samira dio un sorbo a su café, observándome con esa calma peligrosa.
—¿Nuevo chico?
—No.
—¿Viejo chico?
—Tampoco.
—¿Presente chico? —preguntó Paulina.
Rodé los ojos.
—No es “chico” nada. Es solo… el amigo de mi hermano.
Las dos se congelaron.
—¿PERDÓN? —dijeron al mismo tiempo.
Perfecto.
Aquí vamos.
—Nuevo inquilino —expliqué—. Llegó ayer. Alexandro le ofreció una habitación mientras está en la ciudad.
Paulina se inclinó hacia adelante, emocionada.
—¿Y es guapo?
Me atraganté con mi propio aire.
—¿Qué tiene que ver eso?
—TODO —respondieron las dos en coro.
Suspiré, llevándome las manos a la cara.
—No voy a hablar de eso.
—Ah, entonces sí es guapo —dijo Samira con una sonrisa de media luna.
—¡No dije eso!
—No hace falta —dijo Paulina—. Tu cara lo está gritando.
¿Por qué eran mis amigas?
—Solo… —busqué las palabras—. Solo fue un encuentro en la puerta. Ya. Normal. Simple. No sé por qué hacen drama.
Samira apoyó la barbilla en su mano.
—Porque tú haces drama sin darte cuenta. Lo llevas en los ojos, Ale. Algo te movió.
Negué.
Rotundamente.
Sin convicción alguna.
—Cállense.
Paulina sonrió como una villana de telenovela.
—¿Tiene nombre?
—Dante —se me escapó sin pensarlo.
Las dos soltaron un “ooooh” perfecto, sincronizado.
Me hundí en mi asiento.
—No es lo que creen.
—Claro que no —dijo Samira, guiñando un ojo—. Solo es el nuevo inquilino guapo, misterioso y con nombre de poema italiano. Nada de qué preocuparse.
Paulina rió.
—Ay, Aleksia… si así empiezan las mejores historias.
Yo no quería admitirlo, pero una parte muy pequeña de mí —esa que siempre meto debajo de la alfombra— pensó lo mismo.
Afloje los hombros; necesitaba estar ahí, lejos de la mirada verde de Dante y del nudo extraño que me había dejado en la garganta.
Estábamos riéndonos —bueno, ellas se estaban riendo de mí— cuando la campanita del café volvió a sonar.
No le di importancia al principio.
Pero la voz… esa voz la reconocería incluso dormida.
—Aleksia.
Mi estómago se apretó.
Levanté la mirada y ahí estaba Andrés, de pie junto a la mesa, con su típica postura rígida y los hombros tensos, como si todo el lugar le debiera una explicación.
Sus ojos —oscuros, intensos— hicieron un rápido recorrido entre Paulina, Samira y yo.
Después se clavaron en mí.
—No sabía que estarías aquí —dijo, pero su tono sonaba más a “¿por qué no me avisaste?” que a un comentario casual.
—Andrés… —respiré hondo—. Hola.
Paulina cruzó los brazos.
Samira simplemente alzó una ceja.
Perfecto. El comité de “protección contra exnovios posesivos” en pleno.
Él ignoró la tensión de mis amigas y se enfocó en mí, acercándose un poco más de lo que me hizo sentir cómoda.
—¿Podemos hablar? —preguntó, y aunque su voz era suave, había algo apretado debajo. Como si intentara sonar tranquilo, pero la impaciencia se le filtrara entre las palabras.
—Estoy con mis amigas —respondí, buscando que mi tono fuera neutral. No quería pelea. No quería nada que sonara a discusión en público.
—Solo un minuto —insistió.
Sentí esa presión familiar, la que llevaba semanas intentando sacudir.
Esa forma de mirarme como si nuestra historia no hubiera terminado del todo para él.
Y quizá para mí tampoco… pero no quería pensar en eso ahora.
—Puede esperar —dijo Paulina con la sutileza de un ladrillo.
—Paulina —susurré, dándole una mirada de “por favor, no”.
Andrés inhaló lento, como conteniéndose.
Sus ojos volvieron a mí.
—No quiero interrumpir —ya lo estaba haciendo—. Solo quería saber si… si podemos vernos después. Para hablar bien.
Papá Dios, tierra, universo:
¿por qué tenía que pasar esto justo hoy?
Me aclaré la garganta.
—Lo hablamos luego, ¿sí?
Él asintió, aunque no parecía satisfecho.
Se inclinó un poco, como para darme un beso en la mejilla, pero me moví justo lo suficiente para que solo rozara el aire.
Sus ojos se ensombrecieron apenas un segundo.
—Te escribo —dijo finalmente.
Y se fue.
La tensión alrededor de la mesa se derritió apenas salió por la puerta.