Apretó los ojos con fuerza y al abrirlos, pudo ver un par de pies descalzos acercándose mientras la yerba se hundía. Volvió a cerrar los ojos. De repente, sintió unas manos tocar sus hombros para sacudirlo.
―¡Ey! ¡Mírame, Eros! ¿Qué ocurre?
Su mirada viajó hasta la flecha que había disparado, notando que había dado en el blanco y que esta estaba clavada justo en el centro. Soltó un suspiro y la miró.
―No me he estado sintiendo bien últimamente.
―¿Por qué? Es imposible que enfermes, somos inmortales ―protestó. Sus ojos azules parecían preocupados, la Diosa de la belleza y el amor temió por su hijo favorito.
―Madre…
―¡Exijo una explicación! ¿Has vuelto a discutir con Apolo?
―¿Con ese? ―bufó―. No todo tiene que ver con ese imbécil, madre.
―Como digas. ―Afrodita se encogió de hombros, haciendo que el vestido blanco que llevaba puesto se moviera con esa aura de siempre, como si la rodeara un resplandor―. Aunque a veces creo que no me dices la verdad, eso lo sacaste de tu padre, porque de mí heredaste los buenos atributos, esos que te convierten en la imagen de los más deliciosos deseos sexuales. Supongo que eso causa envidia en muchos.
Eros sonrío.
―Para tu información, no hay criatura que se me resista.
―Vale, bribón. Entonces, ¿qué te molesta?, me gustaría saberlo.
―Desde hace unos meses, tengo la sospecha de que Anteros me ha estado saboteando, lanzando flechas de amor no correspondido. Los mortales se han estado quejando de mi trabajo.
―¿Tú hermano? ―Se rio―. Sé que siempre han tenido rivalidades, pero él te respeta, sabe que, si hace algo en tu contra será castigado con el exilio.
―Bien, no me creas. ―Sacudió la cabeza y dejó caer el arco sobre la yerba―. El caso es que me siento inquieto, al principio, pensé que alguna de mis flechas estaba defectuosa, pero luego las revisé con sumo cuidado y no… ¡Nunca fallo!
Ella se rio sin poder evitarlo, lo hizo libremente y solo se detuvo cuando Eros le lanzó una mala mirada.
―Esto es serio, madre, ¿será que me prestas atención? ―La miró con esos ojos tan iguales a los de su padre Ares, y entre dientes, dijo―: Mi empresa se puede venir abajo y los humanos dejarían de enamorarse; un mundo sin amor traería muchas guerras y crueldad.
Afrodita suspiró y echó hacia atrás su melena larga y rubia.
―A ver, para todo hay solución. ¿Quieres que te ayude? ¿Lo interrogo?
―Pues, eso estaría bien, sí.
―Vale, ya no estoy para estos conflictos de críos, pero sé que tu hermano es problemático. Tú ocúpate en ir a probar una flecha y yo trataré de descubrir si él está involucrado en algo.
―¿Y si el amor deja de importar? Sería una calamidad.
―Querido, que estés perdiendo el tiempo aquí, preocupado, no hará nada más fácil. Pasa desapercibido, mézclate entre los humanos y diviértete hasta que Orfeo toque nuevamente su lira, cuando la madrugada amanse tu inquietud, vuelve.
―Lo haré. ―Esbozó una sonrisa, llevaba tiempo queriendo experimentar algo así y había llegado la oportunidad―. Hoy trataré de ser uno de ellos.
Hasta ahora, Eros no había tratado a ningún humano, así que tenía curiosidad. Sin duda no había un mejor plan que visitar a uno, y su mejor opción era una chica.
Existían dos clases de flechas: las doradas con plumas de paloma que provocaban un amor instantáneo y las de plomo con plumas de búho que provocaban la indiferencia. Eros era el dueño de las doradas y Anteros de las de plomo. Cada flecha dorada o gris, dejaba una marca en el pecho, algo no más grande que un lunar, y que su hermano no fuera consciente y jugara con el poder que poseían, lo estresaba y lo ponía de mal humor.
Eros buscó una especie de bola mágica que tenía desde muy pequeño, la sacudió y miró lo que le mostraba: el rostro de la usuaria que debía flechar.