Mi querido escocés

Capítulo 18

 

William cambió de ruta, en lugar de ir hacia castillo, llevó a Elaine a conocer unas de las mejores vistas de Kinloch Rannoch. Subieron con el coche por una ladera. Descendieron del vehículo y caminaron hasta el punto más elevado del peñón. Desde ahí, la vista hacia el pueblo, las montañas y todo Loch Rannoch era fabulosa. También había un conjunto de piedras megalíticas que formaban un círculo perfecto. Años de historia se erigía frente a Elaine que quedó asombrada por el tamaño de las rocas.

—Según la leyenda, estos círculos fueron construidos con influencia cósmica —explicó William al ver el interés con el que Elaine observaba—, es decir, fueron colocadas de esta forma para ver mejor el sol, las estrellas y la luna.

Elaine se alejó del mirador y caminó hasta quedar en el centro del círculo. De pronto sintió que algo la quemaba en el pecho, dirigió la vista hacia ese lugar y pudo ver que el collar brillaba, resplandecía en ese peculiar verde esmeralda, como la primera vez que se lo colocó. William la observaba desde un extremo, atónito por lo que estaba sucediendo.

El cielo comenzó a centellear. Elaine no se sorprendió por ello, hasta que en su piel sintió una especie de corriente, como un llamado, oía un murmullo inentendible, como si estuviera rodeada de personas, rezando alguna especie de conjuro.

—Elaine… será mejor que nos vayamos —dijo William algo preocupado.

Elaine no escuchaba a William, porque las voces eran más fuertes, la brisa se volvió un vendaval, los cabellos de Elaine volaban por los aires, y su vista fue consumida por el brillo del collar, los susurros  se convirtieron en voces armónicas, llevando un cántico ancestral. 

—Descendiente de los McKenzie, Elaine, la última de su linaje, hoy hablamos contigo, tus antepasados. Las voces de tus raíces, queremos entregarte tu propósito y tu misión. 

Elaine podía ver a un centenar de mujeres vestidas con hermosas telas de diferentes épocas, todas con el mismo collar que ella portaba, se veían poderosas, sabías y seguras, mientras sus voces salían como eco en una sola sinfonía. En el fondo se oía una especie de gaita que acompañaba el mágico momento.

—Guardiana del castillo Dundee, tierra sagrada de nuestros inmortales. Hoy dejamos en tus manos la misión que nosotras no pudimos cumplir. El último de sangre infinita y de vida dorada, está bajo tu custodia, señora del árbol de la vida. Nosotras, no pudimos salvar a nuestros inmortales, porque nunca se dejaron amar. Nunca se dejaron cuidar. —Se cogieron de las manos formando un círculo alrededor de Elaine—. William Mackay es el único que puede volver a restablecer todo nuestro legado. —Levantaron sus manos hacia el cielo—. Las guardianas, hoy, te entregamos el poder de la protección, la sanación y el amor eterno. Que la luz de la sabiduría inunde tu cabeza, y el poder del amor se arraigue en tu corazón. 

Dichas esas palabras, las mujeres elevaron su canto, tan alto, que Elaine no sabía si estaba asustada o maravillada, solo giró sobre sí para ver a todas esas personas levantando sus manos a los cielos, y fue entonces que un rayo, cayó sobre ella, en ese instante, vio el pasado, escuchó los secretos susurrante de los inmortales, y cómo ellos pasaban sus poderes a sus primogénitos. Entonces, comprendió que estas mujeres, decían fallar, porque la inmortalidad no llegaba a sus hijos hasta el vigésimo octavo cumpleaños, los cazaban antes de tener la oportunidad tan siquiera de crecer. 

William y ella prácticamente eran un milagro. La esperanza de todos sus ancestros.

¿Pero a qué se referían con Eso de dejarse amar? ¿Acaso los inmortales no amaban de verdad?

Elaine cayó al suelo, desplomada por el impacto del rayo, le faltaba el aire y el cuerpo le dolía. William corrió hasta ella para socorrerla, la tomó entre sus brazos, en lo que la chica intentaba procesar todo lo que acababa de ver y escuchar. 

—¿Elaine, estás bien? —la tomó del mentón.

La chica aún estaba obnubilada por los hechos, tanto, que no comprendía las palabras del hombre. William observó el rostro de la mujer con detenimiento, y algo en su interior se removió, se dejó llevar por el impulso, hasta que sus ojos dieron con el collar de la mujer, que brillaba, por lo que se apartó de ella con rapidez. 

—Vamos, te llevaré a un doctor. 

—No, no, no hace falta, estoy bien, solo vamos a casa —suplicó Elaine aún pensando en las voces de aquellas mujeres.

William la levantó y llevó al coche. Elaine no protestó, rodeó el cuello del joven y recostó la cabeza en su hombro. Estaba tan cansada luego de esa experiencia casi religiosa, que se quedó dormida.

Llegaron al castillo y él la llevó hasta su habitación. Kilian no se inmutó, supo al instante lo que había sucedido. La profecía empezaba a cumplirse.

—Voy a quedarme aquí —le informó William al tiempo que colocaba a Elaine en la cama. Le sacó los zapatos y la arropó.

El mayordomo acercó un sillón, lo ubicó junto a la cama, cogió una manta y una almohada de un aparador y las acomodó sobre este.

—¿Va a necesitar algo más? —preguntó.

—¿No te intriga saber qué le pasó? —indagó William.

—Sé lo que sucedió —respondió Kilian.

—Lo suponía —devolvió el joven, y añadió—: no, Kilian, lo que necesito, creo que no podrás darme. —Se acomodó en el sillón y se perdió mirando a Elaine.



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En el texto hay: romance, highlander, inmortales

Editado: 07.07.2021

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