21 de marzo de 2016
5:42 AM
Mamá,
 aprendí a escribir para decirte lo que no podía mirándote a los ojos.
Me enseñaste que el silencio era obediencia,
 y que la obediencia era amor.
Pero hoy, entre hojas rotas,
 escribo mi verdad
 con tinta que ya no pide tu permiso.
Siempre quise hablarte sin miedo.
 Decirte que dolía.
 Que cada vez que tu voz subía de tono,
 mis ganas de existir se encogían como papel mojado.
 Pero cuando al fin reunía valor,
 tu mirada me recordaba que en esta casa
 las emociones eran censuradas como malas palabras.
Así que comencé a escribirte.
 Cartas que jamás saldrían del cajón,
 que guardaban confesiones hechas para no ser escuchadas.
 Palabras que ardían en mis manos
 y que habrían incendiado cualquier diálogo contigo.
En ellas te contaba
 que odiaba tu manera de medir el amor con condiciones,
 que dolía que me llamaras ingrata
 cuando no podía complacer todos tus deseos.
 Te confesaba que envidiaba a esos hijos
 que podían abrazar a su madre sin calcular el momento,
 que podían llorar sin que les llamaran débiles.
Mis cartas eran pequeños gritos escritos en cursiva.
 A veces llenaba la hoja entera con un solo “¿por qué?”.
 Otras veces, apenas un par de líneas:
 "Mamá, yo también merecía ternura".
Pero nunca las envié.
 Porque sabía que no las leerías con el corazón abierto,
 sino con la pluma afilada de tus reproches.
 Porque entendí que para ti,
 lo que no se decía en tu idioma
 era mentira.
Hoy, cuando las releo,
 veo a la niña que fui:
 temblorosa, pero valiente.
 Una niña que ya sospechaba
 que a veces escribir es la única manera de gritar
 sin que te rompan la voz.
Aún las conservo,
 como un museo de emociones prohibidas.
 No para ti, mamá,
 sino para mí.
 Porque cada carta que nunca envié
 es la prueba de que, aunque callada,
 siempre tuve algo que decir.