5 de Abril de 2016
2:00 PM
Guardé tu retrato en un marco dorado,
porque me enseñaste que las madres son perfectas.
Lo miraba cada noche
para recordar quién debía amarte sin condiciones.
Hasta que un día,
mis manos ya no temblaron al dejarlo caer,
y escuché que mi infancia se hacía trizas en el suelo.
El retrato estaba en la repisa más alta,
como un altar.
Tus ojos, inmóviles en la fotografía,
me miraban con esa mezcla de orgullo y exigencia
que siempre pesó más que cualquier caricia.
De niña lo limpiaba con cuidado,
como si al hacerlo pudiera limpiar
todo lo que dolía entre nosotras.
Era mi manera de intentar mantener intacta
esa versión de ti que yo inventé:
la madre dulce, paciente, protectora…
la que en realidad nunca conocí.
Pero con el tiempo,
ese retrato comenzó a pesarme.
Ya no era un símbolo de amor,
sino un recordatorio de todas las veces
que te busqué y no estabas,
de todas las promesas que se quebraron
antes de nacer.
Aquel día de febrero,
el marco se resbaló de mis manos.
No sé si fue accidente o deseo inconsciente,
pero el sonido del cristal rompiéndose
se sintió como un grito contenido por años.
Recogí los pedazos con calma,
como quien entierra algo que ya no puede salvarse.
Guardé el retrato en un cajón,
donde no pudiera seguir mirándome
como si fuera la hija equivocada.
Desde entonces,
no hay marcos dorados en mi casa.
Las fotos que conservo son de personas
que me miran como si yo importara.
Y aunque tu imagen sigue en mi memoria,
ya no la cuelgo en ninguna pared.
El único lugar donde quedará para siempre
es en el museo roto de mi corazón.