4 de octubre de 2016
4:34 AM
Hay una niña escondida en mi pecho
que aún espera tu abrazo.
Vive con los ojos húmedos,
con el cabello enredado en tus gritos,
y con la voz tan bajita
que a veces ni yo misma puedo oírla.
Pero sigue ahí,
temblando en la penumbra de un nombre: mamá.
La escucho algunas noches,
llorando en un rincón de mi alma
que todavía no sé abrir sin que duela.
Llora como aquella vez que me dejaste sola
en medio de una discusión que no entendí,
cuando creí que la culpa era mía
por no saber cómo hacerte sonreír.
Esa niña viste con los mismos miedos
que yo usaba a los siete años:
la ropa de “no molestes”,
los zapatos de “camina en silencio”,
el perfume invisible de “hazte pequeña para no estorbar”.
La he intentado consolar,
pero no me reconoce como su refugio.
Todavía busca tus brazos,
esos que aprendió a temer y necesitar al mismo tiempo.
Y cuando no los encuentra,
se encoje un poco más dentro de mí.
Con los años he aprendido
que esa niña no va a crecer
hasta que le diga que está a salvo.
Pero cómo convencerla,
si yo misma sigo revisando la puerta
por si vuelves a entrar con tu voz afilada.
Hoy me senté frente al espejo
y la vi reflejada detrás de mis ojos.
Le prometí que, aunque tú no vuelvas a abrazarla,
yo no la voy a dejar sola nunca más.
No sé si me creyó.
Pero esa noche su llanto sonó un poco más bajo.