Mi Salvaje Prometido

Capítulo 3. Еn la carreta

Capítulo 3. Еn la carreta

— Todo es en vano – de pronto oí una voz desde la oscuridad.

En la carreta había rendijas, y el sol se filtraba un poco a través de ellas. Cuando mis ojos se acostumbraron lo suficiente, distinguí los contornos de dos personas que estaban sentadas en el suelo, en la esquina de la carreta. Tal vez eran chicas como yo, que imprudentemente habían salido de casa en el Día del Encuentro.

— El bogl no hace caso de lágrimas ni de ruegos —continuó la muchacha cuyo vestido blanqueaba en la penumbra—. Nosotras también lloramos y suplicamos que nos dejaran libres. Solo se ríe.

— No es el bogl quien se ríe —dijo en voz baja la segunda muchacha, vestida con algo oscuro, claramente no un vestido, quizá pantalones y una túnica, como yo—. Es el cochero en el pescante quien lo incita y carcajea. Asqueroso miserable.

— ¿Llevan mucho aquí? ¿Cómo llegaron? —pregunté, acomodándome un poco, porque las ruedas de la carreta repiquetearon contra algo montañoso y desigual; comenzó a sacudirnos con fuerza, y a nosotras tres nos lanzaba de un lado al otro.

— Salí un momento a la tienda a comprar medicinas, mi hermanito estaba enfermo. Mamá no quería dejarlo solo, por eso me pidió correr de ida y vuelta. El bogl me atrapó justo en la puerta de la tienda —la chica sollozó—. ¿Cómo estarán ellos?

— No llores, estarán bien —respondió bruscamente la muchacha de blanco—. Piensa en ti. En cómo vas a estar tú. Dicen que el bogl Sailen no respeta las tradiciones, luego echa a todas las chicas y no elige esposa. Además se burla. Y de tesoros en su poder ni rastro. Al menos no mata. Hace dos años la hija de la tía de mi amiga cayó en sus manos. Contó cosas terribles. Y yo, por apostar con mi hermana, salí a la calle, tonta de mí, y ahora pago por mi estupidez.

Nuestra vecina llorona volvió a sollozar ruidosamente. Nos presentamos. A la chica del vestido blanco la llamaban Anika, y a nuestra llorona vecina — Deniza. Así seguimos el camino, hasta que la carreta se detuvo y no se oyó el chasquido de la cerradura en la puerta.

— Salgan, mis pajaritas —oí de nuevo aquella voz que había gritado al bogl para que me atrapara.

Nosotras tres salimos de la carreta, entornando los ojos ante el sol. Sus rayos iluminaban un alto castillo negro frente al cual se detenía la carreta. Una amplia escalinata conducía a unas grandes puertas talladas, ennegrecidas por el tiempo y la mugre. Cuatro gruesas columnas, antaño recubiertas de un alegre mosaico de azulejos multicolor, se habían desconchado y se erguían como grises moles junto a las escaleras. Terminaban en extrañas cariátides* de grandes ojos y largas orejas puntiagudas, grises y desgastadas por el viento. En el cabello de piedra de cada una sobresalían cuernos largos y curvados. El techo era redondo, parecido a una cúpula, también golpeado por el tiempo y las inclemencias...

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*Cariátide (del griego καρυάτιδα, karyátides — doncellas de Caria, sacerdotisas del templo de Artemisa en Caria, Laconia) — soporte vertical en forma de figura femenina, estatua de una mujer vestida.




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