Mi Salvaje Prometido

Capítulo 9. El bogl se fue del castillo

Capítulo 9. El bogl se fue del castillo

Lavaba las ventanas de mi habitación. Los cristales quedaron transparentes y limpios, y a través de ellos, por fin, se veía con claridad el jardín abandonado junto al castillo del bogl, la amplia carretera cubierta de maleza que conducía hasta la alta verja de hierro forjado, oxidada, que separaba el territorio del castillo del bogl de la ciudad. También se alcanzaba a ver parte de las escaleras de entrada con columnas, que sobresalían como un arco rectangular de los muros del castillo. Junto a la salida estaba un carruaje negro. No, no aquel furgón que nos había traído aquí a las chicas, sino un carruaje de verdad, enganchado a dos caballos negros. Los caballos eran hermosos, bien cuidados, brillaban como el espejo. Se notaba que los atendían con esmero. ¡Ay, dónde estará mi Solt? ¡En cuanto termine de limpiar, me pongo a escribirle una carta a mi mamucha!

¡Oh! ¡A quién veo! Hacia el carruaje se acercaba el bogl Sailen, con su inmutable capa negra, sobre la cual caían mechones blancos de cabello que, por la espalda, le llegaban hasta la cintura. ¡Qué peinado tan impresionante! Más de una chica envidiaría una melena así. Yo también tengo el cabello largo, negro como el carbón, y cuando deshago la trenza, me llega igualmente hasta la cintura. Pero no me gusta cuando los mechones cuelgan por todas partes, porque estorban al trabajar, se enganchan en todo. Claro, para los bailes y esas cosas, mi mamucha siempre me hace un peinado magnífico. Con mis hermanas siempre sorprendemos a todos con nuestros peinados poco comunes. «¡Una chica debe tener el cabello largo! —nos enseña ella—. Es bello y seductor». Bueno, sobre lo de «bello y seductor» no sé, pero muchas veces me fastidia, aunque mi mamucha nunca aconseja algo malo, ¿verdad?

El bogl subió al carruaje, y al pescante saltó el ya conocido por mí enano Rostavid, y se fueron hacia la ciudad. El bogl había dejado su terrible y sombrío palacio.

Ese palacio negro lo conocían todos en la capital, pues se erguía, igual que el palacio real, a la misma distancia del centro de la ciudad, donde se alzaba una enorme y altísima composición escultórica dedicada a los fundadores de nuestro país. Un hombre y un bogl estaban de pie, uno junto al otro, sosteniendo entre ambos un gran escudo que los cubría. En la otra mano llevaban espadas descomunales, alzadas hacia el cielo. Los castillos para el rey y el bogl, fundadores de Cauda, fueron construidos especialmente sobre colinas desde las cuales se dominaba la vista de toda la capital. Cuentan que antaño existía incluso un camino especial de cuerdas, fijado con magia, una especie de puente, por el cual los habitantes de ambos castillos podían ir de visita. En ciertos días dejaban pasar a los turistas por aquel sendero mágico, y estos podían contemplar la belleza de la ciudad desde lo alto, como si volaran. Ahora todo aquello ya no existe, solo quedan las anchas y multicolores puertas de la torre central del castillo real, siempre cerradas, y las mismas puertas, solo que negras y carcomidas por el tiempo, en la torre central del castillo del bogl, cerradas también, tal vez para siempre.

El castillo del bogl siempre me impresionaba con su pesadumbre y con una especie de condena, de pesadilla que de él emanaba. El último bogl-rey había muerto hacía unos cincuenta años, pero los bogl vivían mucho, muchísimo más que los humanos. Y decir cuántos años tenía el bogl Sailen, yo no habría podido. Tal vez cincuenta, o quizá doscientos cincuenta. Pues su padre había reinado cerca de trescientos años, y era evidente que los reyes humanos se sucedían con más frecuencia, porque su vida era más corta...




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