Mi Salvaje Prometido

Capítulo 10. No tengo nada que ponerme

Capítulo 10. No tengo nada que ponerme

Habiendo lavado las ventanas, me puse con las paredes. En las paredes, gracias a la santa mamucha Leia, había papel pintado lavable. Se podía frotar bien con un trapo húmedo y quedaba como nuevo. Aquí me entretuve bastante rato, y entendí que hoy no alcanzaría a terminar con todas las paredes, así que trasladé parte del trabajo para mañana. Rápidamente limpié el suelo, me di una ducha y me planté frente a mi ridículo armario, eligiendo qué ponerme.

¿Qué podría ponerme? Mis pantalones y la túnica, con los que había estado hoy, se habían ensuciado durante la limpieza. Tenía que lavarlos de alguna manera. Pero ropa nueva no había. ¡Quiero decir, ropa nueva normal! Todos esos vestidos con corsés, esas faldas largas hasta el suelo con profundos escotes, me aburrían solo de mirarlos. En casa yo casi siempre llevaba pantalones y diferentes túnicas o blusas. Cómodo, práctico, ventajoso. Al principio mi mamucha luchaba conmigo, obligándome a ponerme vestidos al menos para ir a la ciudad, y después levantó las manos en señal de rendición. Yo solo me ponía vestido para las visitas, en alguna recepción en la alcaldía o para los bailes de temporada (¡y eso, uno que yo misma escogía!), y en todo otro momento llevaba lo que me resultaba cómodo. La moda en Cauda es democrática: las mujeres pueden llevar pantalones y andar sin tocados, no como, por ejemplo, en el reino vecino de Mardomur. Allí las mujeres deben cubrirse la cabeza con un tocado especial, en el que apenas hay aberturas para los ojos, y así andan, pobres, toda la vida. Yo no podría, amo demasiado ser independiente y libre, que todo sea como yo quiero.

De pantalones en el armario no había nada que sacar, lo entendí. Y tampoco había camisas o túnicas. Piensa, Wanda, piensa. En el palacio solo dos personas llevan pantalones: el bogl Sailen y Rostavid. Lógicamente, a alguno de ellos podría pedirle un par de pantalones de sobra, porque yo me niego categóricamente a usar esos vestidos con corsé. Pero, ya que los pantalones de Rostavid no me servirían, pues es un bajito, lo único que me quedaba era pedir prestada ropa al bogl. ¿No es así? Algo me decía que ni Karrasha, a quien primero había pensado preguntar por eso, ni el propio bogl se entusiasmarían con semejante idea. Me echarían, y hasta capaz de que me jugaran una mala pasada. Así que inventé un plan muy arriesgado, secreto y que, en ese momento, me parecía extraordinariamente ingenioso.

Me puse ropa interior nueva (¡esa sí que estaba bastante bien! Aunque, para la parte de arriba, es decir, para mi magnífico busto, no conseguí elegir nada que me quedara bien, así que salí tal cual), un camisón que no limitaba los movimientos aunque, maldita sea, era largo y se me enredaba en los pies, me calcé las pantuflas y salí sigilosamente al pasillo. Me colaría sin que nadie me viera en la habitación del bogl, escogería unos pantalones – ¡y de inmediato de vuelta! Él ni siquiera lo sabría. De todos modos no nos íbamos a cruzar en el castillo, yo entendí que él siempre estaba encerrado en sus aposentos. Seguro que hasta le llevaban la comida allí.

Al doblar hacia el pasillo prohibido, vi que había tres puertas. Bueno, ¿y cuál de todas era su habitación? Tendría que abrirlas una por una. Tras la primera puerta encontré un cuarto deshabitado, con los muebles cubiertos. La segunda estaba cerrada con llave. ¡Ay, ni lo había pensado! ¡Él podía haber cerrado con llave! Seguramente así era. Muy molesta y enfadada conmigo misma (¡qué tonta, venir hasta aquí para nada!), tiré de la tercera puerta y entendí que esta vez había tenido suerte.

Era la habitación del bogl Sailen...




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