No hay nada más hermoso que una hija que pone a sus padres por encima de todo.
—Cloe, nos vemos mañana.
—Sí, ya llegó mi papá...
Cloe salió del instituto y Gregorio ya la estaba esperando afuera con una sonrisa y una caja de chocolates en la mano, que eran los favoritos de Cloe. Ella sonrió y se quedó un momento mirándolo, pensando en algo, hasta que su amiga, que aún estaba cerca, se acercó a ella y le puso una mano en el hombro. Al mismo tiempo, parecía confundida por la forma en que Cloe veía a su papá con tanto sentimiento.
—¿Qué consideras que es tu papá?
—Mi papá... es todo para mí. Siempre hemos sido solo nosotros dos. Yo no conozco a mis abuelos ni nada, ni siquiera a mi mamá. Él siempre me dice que yo jamás debo odiar a mi mamá porque fue la que me dio la vida. Y mi papá siempre me enseñó a que nunca debo sentir ni desear nada malo por nadie. Me enseñó lo que era la menstruación... buscando por internet, pero -se ríe suavemente- solucionó. Me enseñó a manejar bicicleta, me enseñó a leer, a escribir... Y todo lo que se me ha enseñado, mi papá me lo ha enseñado. Es mi amigo, mi confidente, mi héroe, mi maestro, mi sensei -ríe suavemente-. Si a veces hacemos juegos de peleas, pero obviamente él solo pone sus manos para que yo las golpee, jamás devuelve los golpes. Y con respecto a lo que es para mí, es todo. Puedo vivir sin dinero y riqueza, pero sin él... No me imagino la vida.
Cloe volteó a mirar a su papá, quien esperaba pacientemente que ella terminara su conversación.
—Debo irme...
Su amiga, que hasta ahora había estado aguantando sus lágrimas, sonrió y la despidió con un abrazo.
—Adiós, Cloe.