Mi Tutor es un Vampiro

Capítulo 1: Silent Hill

1

Abbey

¿Sabes qué es peor que mudarte y cambiarte a una escuela donde ni conoces al portero? Pues, precisamente mudarte a un pueblo que ni siquiera aparece en el Google Maps. Y vaya que he visitado lugares recónditos en el Google Maps.

Pero, tranquilos. No, esto no acaba aquí.

La parte realmente horrible es cuando caes en cuenta que ahora tu vida depende de un tipo que parece sacado de una novela gótica. Ni Gomez Addams se atrevió a tanto.

—Ay, Abbey... ¡mira, qué hermoso! —exclamó mi tía Helen mientras conducía por una carretera con árboles casi... demasiado perfectos. Como si el ayuntamiento los podara con regla y nivelador.

Yo no compartía su entusiasmo.

Ya podía ver a las ancianas metiches y al resto de habitantes creyendo que en el pueblo todos son una familia muy unida, se conoce todo el mundo, y ven a los recién llegados como intrusos a los que sonreír amablemente y, a lo lejos, criticarlos. Como si no fuera suficiente con que se destruyeran los unos a los otros.

Ya saben lo que dicen: pueblo chico, infierno grande.

Ah, claro. Sin olvidar el olor a pay recién horneado que saldrá de la casa de al lado, donde una bonita tradwife caminará hasta tu puerta para invitarte un molde entero de su pay de arándanos con queso. Sí, porque una sola porción no sería suficiente.

Y correrás con suerte si ese pay no tiene veneno.

Ups.

Lo sé, veo muchas películas. Aunque me gusta más leer, si es necesario escoger.

—Huele a humedad y a un mundo controlado por los Pixies —murmuré, sorprendida de la precisión con la que las casas estaban alineadas.

Incluso cada buzón estaba intacto, completamente recto, cada calle sin un rastro siquiera de un papelito. No había ni un solo grafiti. ¿Aquí no hay adolescentes rebeldes o qué?

Bueno, lo único resaltante había sido el letrero de bienvenida: tenía una tipografía tan horrible que por un momento sentí el impulso de bajarme del auto y arreglarlo yo misma. Una pésima idea, cuando se trata de encajar.

Pero había quedado claro que, aunque parecían Marie Kondo en cuanto a organización se refiere, no tenían ni un miserable ápice de ojo de diseñador gráfico.

Qué hecho tan lamentable.

Helen suspiró. Claro, pobrecita, debía ser agotador dejarme abandonada en un pueblo fantasma mientras ella volvía a su vida perfecta. Pero sí, seguro la que estaba mal de la cabeza era yo.

Y sí, quizá sí lo estaba —y lo esté—, pero eso no le daba el derecho de creerlo ella también.

—Parece un pueblo tranquilo, Abbey. Aquí no habrá problemas. Solo necesito que me prometas que vas a concentrarte en tu programa de estudios y en no provocar incendios.

—Fue un accidente.

—Tres veces.

Desvié la mirada.

Ok, tal vez tenía un ligero problemita con la experimentación científica. Quizás el problema se volvía mayor si tuviéramos en cuenta que parecía encantarme hacerlo en espacios cerrados, sí... pero eso no justificaba exiliarme a este lugar como si fuera una reclusa en Shutter Island.

Además, no era que me encantara hacerlo en espacios cerrados. Simplemente me cogía la emoción del momento en lugares inoportunos.

¿Qué esperaban? No era algo que se pudiera postergar. No, señor.

Cuando por fin llegamos al ayuntamiento (las horas más largas de toda mi jodida vida), Helen se encargó del papeleo como quien firma su pedido recién llegado de Temu. Todo parecía demasiado fácil.

Tan fácil y tan organizado como si todos hubieran estado esperándonos.

Me pregunté si en ese pueblito no tenían idea del uso de documentos digitales, ¿acaso estaba prohibido el uso de PDF's? De hecho, parecía que todo lo guardaban en archivos. Simples cajitas de cartón almacenando documentos importantísimos.

Y como si no fuera ya surrealista toda la situación, me percaté de quien ahora sería mi cuidador.

Bueno, de quien lo sería durante mi estadía en este pueblo alejado de la mano de Dios.

Si es que existe Dios.

Pero entonces desvié la mirada y lo ví.

Apoyado en la recepción, estaba un hombre muy alto y delgado, con el cabello oscuro enmarcándole el rostro con aire desprolijo. El traje negro lo llevaba sin una sola arruga, a diferencia de la expresión de eterno fastidio en el rostro.

Vladislav Petrovich.

—Oh, lo que me faltaba —dije en voz baja—. Mi tutor es un mafioso ruso.

No se veía nada como lo imaginaba. ¿Qué edad tenía realmente? ¿30 años?

Eso era apenas 14 años más que los míos.

Vlad alzó una ceja.

—Apreciaría que no difundieras rumores infundados en mi presencia, señorita Miller.

Genial. Además de mafioso, también tenía el oído de un murciélago.

Helen, por supuesto, sonrió con toda la confianza de quien estaba a punto de hacer lo mejor que habría hecho en toda su vida: delegar su responsabilidad a otra persona.

Si hacía un año que no bebía, esa noche iba a beber.

—Encantada de conocerlo, señor Petrovich. Gracias por querer hacerse cargo de Abbey.

—No, no, señora Miller. Para mí es todo un placer. Aunque “hacerme cargo” es una frase muy fuerte. Digamos que soy… mmm... ¿un buen amigo en quien confiarle el bienestar de su querida sobrina?

Volví los ojos. ¿Era necesario meterse de lleno en el papel de un personaje de época? La tía Helen parecía muy encantada con su show, porque su sonrisa se ensanchó y hasta los ojos le brillaron.

Luego le estrechó la mano y, antes de que pudiera protestar, ya estaba despidiéndose de mí con un rápido abrazo. Como si volvería a verme nuevamente al día siguiente.

—Compórtate —dijo mientras sus manos hacían presión en mis brazos. No sabía si lo decía con cariño o más bien era una advertencia.

—No hago promesas que no puedo cumplir.

Vlad sonrió de lado. Parecía uno de esos modelos sexys de las revistas de la tía Helen.




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