Salimos del local observando las fotos que hemos tomado y riendo de nuestras expresiones, más aún cuando aparece una donde él traía las comisuras llenas del postre. Zachary me empuja levemente el brazo, ocasionando que tropiece con mis propios pies y termine con el trasero en el suelo. La preocupación es evidente en su rostro, pero no puedo evitar reírme con euforia. Puede parecer extraño, pero tiendo a sufrir ataques de risa cada vez que tropiezo o caigo por algún motivo. Él se me queda mirando extrañado mientras yo me retuerzo en el suelo, sufriendo de dolores estomacales de tantas risas que suelto.
Las personas pasan y se nos quedan mirando extrañados, sin entender por qué no intento levantarme. Tal vez hasta se preguntan por qué estoy en el suelo riendo y no adopto una posición normal, es decir, de pie o sentada en algún banco. El problema es que la risa me debilita y no soy capaz de mover las piernas, mucho menos caminar o mantenerme de pie. Pero Zachary es paciente y se queda a mi lado, esperando a que pueda respirar correctamente y logre sentarme sin volver a sufrir otro ataque de risa.
A decir verdad, me toma varios intentos, porque siempre volvía a reír cuando intentaba sentarme o estaba casi de pie. Zachary fue paciente, tomó varias fotos y hasta se contagió de mis risas en un par de ocasiones. Para cuando nos montamos en el auto, creo que me he reído por todos los años que no alcanzaré a cumplir. Él sólo conduce, escucha la música que nos ofrece la frecuencia de radio local y se sumerge en el tráfico. Yo hago lo mismo, llenando a mis ojos con los distintos edificios y locales de diversos colores que adornan las calles de esta ciudad.
Un edificio alargado y de dos pisos aparece frente a nosotros. Se parece a una escuela, sólo que es el doble de grande y con las paredes de un monótono gris. A pesar de no tener color alguno, las diversas ventanas y puertas le dan un aspecto elegante. Además, hay algunas esculturas adornando el camino a la entrada, con un césped y arbustos prolijamente cortados. Cuando detiene el auto a un lado de la acera, en un estacionamiento exclusivo del lugar, puedo leer el cartel que yace sobre la puerta de entrada. "Galería de Sebastiano" se lee en letras doradas, enmarcadas por un trazo plateado que las hace brillar bajo los rayos del sol. Es simple, pero le da un aspecto tan elegante que podría ser la oficina de alguna persona con un considerable nivel monetario.
- Vamos, nos están esperando -no sé en qué momento se bajó del auto y lo rodeó, pero él espera pacientemente a que yo decida tomar su mano.
La observo un par de segundos y la sujeto para darle el gusto de ayudarme a bajar. Sin embargo, cuando me invita a soltarla para seguir nuestro camino, yo la sujeto con más fuerza; eso le roba una sonrisa y me devuelve el agarre.
- ¡Benditos los ojos que te ven, Zachary! -saluda una señora apenas entramos por las puertas de vidrio.
Ella rodea una especie de recibidor, camina apresurada y abraza con mucha fuerza a mi compañero. Zachary la levanta del suelo y dan un par de vueltas, pero él termina por bajarla cuando su respiración se agita demasiado. Ella le lanza una mirada de esas que escanean hasta tus huesos, pero lo deja tranquilo para enfocarse en mí. Sus ojos me recorren de pies a cabeza, sonriendo como lo haría mi mamá y regalándome un abrazo igual de fuerte. Su cuerpo impacta de pronto con el mío, así que me cuesta un poco reaccionar, pero termino por envolver mis brazos alrededor del suyo.
- Tú debes ser Abigail, preciosa -sus manos apretujan mis brazos con cariño, alternando la mirada entre Zachary y yo-. Oh, por cierto, soy Beth Lamar.
- Mucho gusto, aunque no me dijeron nada sobre usted como para poder elogiarla correctamente -ella frunce los labios y mira a Zachary con indignación, quien se sonroja y desvía la mirada.
- ¿Acaso no le contaste de lo fabulosa que soy? Qué vergüenza, Zachary -ella niega varias veces, lo que acentúa aún más el sonrojo de mi compañero.
Ella termina riendo, quitándole importancia al asunto y estrujando las mejillas de mi amigo. Dice algo sobre que sigue siendo igual de tímido, infantil y comestible. Nos conduce hacia el interior, tomando un par de pasillos que están decorados por diversas pinturas. Mis ojos las observan maravillada, encontrando trazos, figuras y estructuras fascinantes. Es como si miles de personas hubieran pintado sus propios cuadros, independientemente de la edad que tengan o lo que quieran retratar. Es más, hay varios dibujos de manchas o figuras que demuestran lo jóvenes e inexpertos que eran los artistas. Me recuerdan a los que yo hacía de pequeña.
Beth se detiene frente a una puerta de madera oscura, adornada con un cartel que indica que es un lugar privado. Ella y Zach comparten una mirada antes de abrirla e invitarme a pasar primera. Apenas pongo un pie dentro, mi mandíbula se separa y tiene intensiones de caer al suelo. Es una habitación lo bastante grande como para almacenar estanterías llenas de diversas pinturas, pinceles, bastidores y objetos que sirven para pintar. En medio del cuarto, dos atriles reposan junto a sillas que esperan unos traseros que quieran ocuparlas. Ahora entiendo para qué vinimos aquí.
- Todo lo que viste de camino aquí es parte de una colección exclusiva que he armando con el tiempo y los deseos de varias personas. Se llama "Mi Última Obra" y está compuesta por trabajos de personas con enfermedades terminales, como la de mi pequeño Sebastiano -volteo a verla y trae sujeto entre sus dedos el dije de su collar, cargando una mirada un tanto melancólica-. Éste era su sueño, así que decidí continuarlo por él. Quería dejar su huella en el mundo y que las personas vieran su talento de la forma en que desearan o pudieran interpretarlo.
Zachary coloca su mano sobre el hombro de Beth y le da un ligero apretón, tratando de darle el apoyo que necesita. Ella se lo agradece con la mirada antes de voltearse a verme.