Qué idiota era. Emma se lo repetía una y otra vez, como una letanía inútil: ¿Por qué le gustaba ese chico?
No era su tipo. Para nada. Caminaba con una despreocupación que rozaba la arrogancia, vestía siempre de negro como si llevara a cuestas una tormenta, y su forma de ser era tan enigmática como irritante. Sin embargo, había algo en él... algo que la hacía mirarlo dos veces. Tal vez era precisamente eso lo que la atraía: el misterio, el contraste. Un sueño extraño y ajeno. Se sentía fascinada, aunque tratara de convencerse de lo contrario.
Tenía un novio. Uno perfecto, atento, de sonrisa limpia y notas impecables. Todo lo que cualquiera desearía. Todo lo que ella debería desear.
—Tonta —murmuró con voz hueca, como si las palabras pudieran arrancarle la culpa de los labios.
—Te odio —dijo entonces, dirigiéndose a él, sin valor para sostenerle la mirada.
Pero mentía. Y él lo sabía.
—Al menos tenemos algo en común —respondió él con una risa nasal, cargada de ironía, mientras dejaba la última caja sobre el suelo—. Bueno... gracias.
—De nada —susurró ella, sin convicción.
Él se dio la vuelta y comenzó a alejarse sin mirar atrás. Emma rodó los ojos, como si eso bastara para desecharlo de su mente. Pero algo la inquietó. Una sensación vaga, como si algo quedara inconcluso.
—¡Cristopher —gritó de pronto.
Él se giró, sin sorpresa, como si hubiese estado esperando que ella lo hiciera.
—¿Nos vemos mañana?
—Ni lo pienses, polilla.
Y se fue.