Emma🦋
Últimos Primeros Días
"¿Habré dejado la waflera encendida?"
Esa era la pregunta que giraba en mi mente mientras Mrs. Armstrong recitaba por enésima vez su discurso sobre el comportamiento ejemplar que se esperaba de nosotros. Sus palabras flotaban en el aire, lentas y huecas, como si el tiempo mismo se negara a avanzar. Nada parecía distinto: los mismos rostros de siempre, las mismas paredes grises de la Universidad Tecnológica de Hardbrook.
Era mi último año. Y, aunque todo se sentía predecible, no tenía malas expectativas. No me había ido mal en los años anteriores, y no veía por qué este sería diferente.
La brisa entraba por las ventanas abiertas, trayendo consigo el calor suave del sol de la mañana. Los rayos me acariciaban el brazo izquierdo como una caricia tibia y lenta. Afuera, los estudiantes conversaban, reían, vivían. Yo los observaba en silencio, como si lo que ocurría fuera una película y no mi propia vida.
—¿Me puedes ayudar con esto? —preguntó alguien a mi lado, con voz nerviosa.
Asentí y le tendí la mano. Lo resolvimos en segundos.
—Gracias.
No supe si era solo impresión mía, pero el universo parecía alinearse conmigo ese día. Había algo en el aire, una calma esperanzadora. Sí, quizá sería un buen año. En Hardbrook las cosas solían irme bien. No era una universidad para hijos de millonarios, y eso me gustaba; me hacía sentir más... real.
Con todo y eso, no podía ignorar que yo tenía mis ventajas. Gracias a mis calificaciones —segunda del curso, solo superada por un tipo que fue aceptado por la NASA, ni más ni menos—, me graduaría con apenas diecinueve años. No está mal, pensaba, mientras el reloj se arrastraba hacia la última hora de clases.
Esa última hora, aburrida pero curiosamente fascinante, lograba que la mayoría del salón cayera en un sopor colectivo. Y ahí estaba yo, como una devota, escuchando al profesor hablar de los griegos y su influencia sobre la filosofía moderna. Mis compañeros dormían; yo observaba.
Y entonces lo vi.
Sentado en una esquina, con la mirada perdida en sus propios dedos, jugaba con ellos como si enredara pensamientos imposibles. Albert Gutierrez. Mi novio, casi nunca hablábamos ya que estamos bastante ocupados con eso de las clases.
El era como una de esas verdades que una guarda en el bolsillo como un billete arrugado, sabiendo que vale algo aunque casi nunca lo use.
No hablábamos mucho últimamente —los días iban y venían con el peso de las entregas, las clases, las responsabilidades adultas que parecían habernos alcanzado antes de tiempo—, pero seguía pensando que había suerte en tenerlo. No era alguien fácil de ignorar: su inteligencia era tan natural como su forma de caminar, como si nunca pisara con torpeza el suelo.
Esa tarde—Despues de varias clases—Lo vi en la plaza central de la universidad, recostado contra una de las columnas de Humanidades. Un grupo pequeño lo rodeaba, escuchando atentos. Él hablaba con calma, con esa pausa que no busca protagonismo, pero lo obtiene igual.
—Es que uno no puede conformarse con lo básico —decía—. Lo preocupante es que muchos de nuestros profesores tampoco lo hacen. Enseñan lo justo para cumplir el programa y ya. Hay una mediocridad estructural… casi institucional.
Uno de los chicos, con los ojos abiertos como si acabara de descubrir algo importante, preguntó:
—¿Tú crees que eso se puede cambiar?
Albert se encogió de hombros.
—Tal vez. Pero primero habría que preguntarse si a alguien le importa lo suficiente como para intentarlo. A mí, honestamente, me frustra. No por arrogancia —aclaró, con un gesto leve, casi cansado—, sino porque uno sabe que las cosas se podrían hacer mejor.
Me acerqué justo en ese momento. Él me vio y su expresión cambió, apenas, como si una nube suave cruzara su mirada.
—Hey, ahí estás —me dijo, sin dejar del todo su pose pensativa—. ¿Cómo estuvo tu clase?
—Bien. Pesada, pero interesante. Filosofía política hoy.
—¿Todavía con la profesora Gómez?
—Sí. Habló de Hannah Arendt y el concepto del mal como banalidad. Me gustó más de lo que esperaba.
Albert asintió, cruzando los brazos con aire atento.
—Arendt es brillante. El problema es que la citan como si fuera simple. Y lo más peligroso que tiene es precisamente eso: lo simple.
—Eso mismo dije en clase —sonreí—, aunque no con esas palabras.
Él me miró, y por un instante me sentí validada.
—Tú siempre has tenido buena intuición para esas cosas. Quizás más de la que te das crédito —dijo con una sonrisa breve.
Nos sentamos un rato, compartiendo un silencio cómodo mientras la gente seguía pasando a nuestro alrededor. Él sacó su libreta, rayó algo en una esquina sin explicarme qué era, y me la mostró.
—Estoy escribiendo algo… una reflexión, no sé. Tal vez una especie de artículo. Si logro articularlo bien, quiero publicarlo.
—¿En serio? ¿Dónde?
—En el boletín de la facultad, o si me animo, lo mando a una revista académica. —Hizo una pausa—. A veces siento que necesito decir cosas. Aunque no se lean.
—Se van a leer —dije con convicción.
—Ojalá. Aunque eso no es lo importante. Lo importante es no quedarse callado.
Y en esa frase, dicha con tan poco esfuerzo, me pareció verlo otra vez: ese Albert al que todos escuchaban sin que él lo pidiera. Que pensaba antes de hablar, que hablaba como si pensara siempre un poco más que los demás. No era arrogancia. Al menos, yo no lo veía así.
Cuando me miró de nuevo, sonrió.
...
Mi lugar seguro no era un sitio físico, sino un estado mental. Pintar, simplemente pintar. Concentrarme en cada trazo, cada pincelada, me ayudaba a silenciar el ruido del mundo. Suspiré al ver el resultado: un paisaje campestre, melancólico, bañado por las lluvias interminables de mayo. Esa época del año me resultaba mágica. No había que salir, no había que preocuparse. Bastaba con una taza de chocolate caliente y un trozo de pan para tocar la felicidad.