Mi vecino infernal

3.

Capítulo 3 – Café con pólvora

Sienna.

—¿Envenenar? —repito, apretando la libreta contra el pecho—. Tentador, pero creo que las leyes británicas todavía castigan el homicidio.

—Qué alivio —sonríe Mick, apoyando un codo en la mesa—. Entonces solo café… aunque el veneno le daría un toque dramático.

El corazón me late tan fuerte que temo que mi perra, a kilómetros, lo escuche. Respiro hondo, intentando recuperar el modo “mesera profesional”.

—Tenemos espresso, cappuccino, latte… y sentido común, pero ese se agota rápido —digo, obligándome a mirar la libreta en vez de sus ojos.

—Espresso doble. Como la vecina que me lanza bolsas sorpresa —contesta sin perder la sonrisa.

Mis mejillas arden.

—Fue un experimento social.

—Claro —inclina la cabeza, divertido—. Y el video con millones de vistas también, ¿no? “Vecino Infernal”. Buen título, por cierto.

Aprieto el bolígrafo. Si fuera una daga, él ya estaría en el suelo.

—¿Algo para comer? —pregunto, fingiendo amabilidad.

—¿Recomiendas algo… seguro? —alarga la palabra, provocador.

—La pizza quattro formaggi. Queso. Masa. Fin de la historia.

—Perfecto —dice, inclinándose hacia mí, voz grave—. Igual que tú: contundente y… pegajosa.

No sé si reír, insultarlo o pedirle que lo repita.

—Vuelvo con tu café —digo, girando en redondo.

En la barra, mi jefe me observa con una ceja levantada.

—¿Amigo tuyo?

—Enemigo público —murmuro, sirviendo el espresso con manos temblorosas.

Cuando regreso, Mick ha guardado el móvil.

—Supongo que ahora viene la parte en la que me pides disculpas —dice, recibiendo la taza.

—¿Disculpas? —alzo una ceja—. Yo no soy la que hace conciertos a medianoche… ni la que protagoniza telenovelas con los gemidos de fondo.

—Touché —da un sorbo lento—. Pero podríamos firmar una tregua.

—¿Qué clase de tregua?

—Retiras tu video, y yo pago la multa. A cambio… un video en TikTok, disculpándote públicamente. Has dañado mi imagen, mi carrera musical y mi forma de ligar con las chicas. Ahora todos están de tu lado; soy el antagonista de tu historia mal contada.

Mis pensamientos giran en espiral. ¿Un video? ¿Disculparme frente a millones de personas? ¿Convertirme en la víctima pública de su versión de los hechos? Mi pulso se acelera, y siento que cada palabra que salga de mi boca podría ser un tiro en este duelo verbal.

—La historia no está mal contada —replico, firme—. Eres el antagonista.

—Pero tú no eres una Santa. También haces ruido, y no lo expongo.

—No hago ruido —lanzo, afilada—.

—Tu perra ladra con los truenos, cantas escandalosamente cuando horneas pasteles, activas la alarma al menos cuatro veces en dos semanas, hablas sola en voz alta y lloras más que la chica promedio.

Quedo blanca, en shock. No puedo creer que alguien pueda inventarse semejante lista y sonar tan convincente.

—Claro que haces ruido —continúa—. Solo que aún no decido si te expongo o no en TikTok.

—Haz lo que te dé la gana —respondo, cruzando los brazos—. Sabes que todo lo que dices son cosas sin sentido. Cosas comunes, en horarios normales.

—Lo del llanto es por las noches.

—La del llanto no soy yo, es un podcast —respondo sin pestañear.

Él suelta una carcajada burlona. Contengo las ganas de golpearlo.

—Bien —dice, divertido—. Pero si quieres, podemos hacer que tu día sea aún más interesante.

Justo en ese momento, mi jefe me llama desde la cocina: la pizza está lista. La llevo a la mesa. Mick inclina la cabeza, olfateando el aire.

—Huele bien… mejor que tú, que hueles a pesto y ajo.

—Maldito —gruño, devolviendo la sonrisa que no puedo quitarme del todo.

Mick se queda, sentado, cruzado de brazos, con los ojos brillando mientras come la pizza lentamente. Cada bocado es un recordatorio de que lo estoy sirviendo y observando mi trabajo. Mi pulso sube con cada movimiento de su mandíbula, y mi cerebro no deja de pensar en cómo cada gesto suyo me irrita y me provoca a la vez.

Durante todo el turno, no se va. Me mira mientras atiendo mesas, calculando movimientos, sirviendo cafés, esquivando propinas regañadas, tratando de mantener la compostura mientras mis piernas tiemblan de cansancio. Cada error menor me golpea como si él tuviera un radar para detectarlo.

Finalmente, cuando el turno llega a su fin, me entrega la servilleta con su número.

—Hablamos por WhatsApp —dice, señalando la servilleta—. En TikTok todos ven lo que hablamos.

Cojo la servilleta, le sonrío y me limpio el labial con ella, luego la tiro al basurero.

Mick me mira, ojos fijos, un brillo peligroso en ellos:
—Entonces… ¿guerra?

—Por supuesto —respondo, con la voz cargada de desafío y mis pensamientos girando como explosivos—.

Se levanta y se va, dejándome con la bandeja temblando en las manos, el corazón desbocado y la sensación de que este verano arruinado acaba de volverse mucho más letal.

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Salgo de la Trattoria con el delantal todavía mal doblado dentro de la mochila y un nudo en el pecho. ¿Cómo se atreve? ¿Cómo tiene la desfachatez de aparecer en mi trabajo, sonreír como si nada y ofrecerme una “tregua” después de arruinarme la vida? Primero mi expediente, luego mi verano, después mi cuenta bancaria… y ahora pretende jugar con mi dignidad como si fuera una partida de ajedrez en la que siempre lleva ventaja.

Camino a toda velocidad por la acera húmeda, todavía con el olor a ajo impregnado en la ropa. El aire de Camden huele a cerveza derramada y humo de cigarro. Veo venir el bus. Corro. Él arranca justo cuando estoy a un metro. Perfecto. Historia de mi vida.

Resignada, bajo las escaleras hacia el metro. El túnel me traga con su aire caliente y el eco metálico de pasos que suenan demasiado rápido. Me siento en el vagón casi vacío y dejo caer la frente contra la ventana. El reflejo me devuelve una versión de mí misma con ojeras, pelo revuelto y labios mordidos por la rabia.




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