La música cesó...
Vincent terminó las costuras lo mas rápido que pudo, que sus dedos resbaladizos le permitieron. Pasó la aguja por la comisura de los labios, y ató el nudo sobre la piel. Quedaba bien, el contraste del hilo negro con los labios rojos y la piel pálida le daba un toque especial y vistoso.
Estaba satisfecho.
Sonrió, sintiéndose cómodo con tal gesto. No sonreía muy a menudo, no era propio de él. Sin embargo esta ocasión lo ameritaba.
Acerco sus dedos a la mejilla y los deslizó suavemente por esta, la piel estaba fría y seca, a pesar de que él trataba de mantenerla hidratada echándole agua cada vez que podía.
Recordaba a medias sus clases de medicina. Recordaba que a veces algunos cuerpos tardaban en descomponerse. Mas no recordaba si había alguna forma de mantenerlos hidratados el tiempo suficiente...
No, no había. No debía de haberla. No era posible.
—Lástima —dijo—, habrías quedado hermosa.
Se paró, caminó alrededor de ella y en un rápido movimiento le arranco parte de las extensiones rojas. Antes de proseguir con las costuras de los brazos se planteó si debía hacerlo; después de todo su obra había quedado bien. El maquillaje disfrazaba la sequedad de la piel, y nadie que no fuese él la vería.
Aunque ya le había arrancado cabello.
Pensó alguna solución respecto a eso, algo simple. Y se le ocurrió.
—Un corte —dijo en alto.
Se acercó al escritorio y tomó las tijeras, le dio cuerda a la pequeña caja y la dejó sobre la mesa, allí en las sombras, en la esquina mas oscura de la habitación, llena de objetos punzantes y manchas de sangre seca. Otra obra de arte.
Un diamante en bruto pensó Vincent.
Volvió con la pelirroja y le cortó parte del cabello, solo donde había rastros de mechones arrancados o mechones mas largos que otros. La desprolijidad no encajaba en él o en sus creaciones.
Cuando hubo terminado se alejó y la observó con orgullo: tenía los rizos escarlata cortos por la altura de loa hombros, los labios y los ojos con costuras negras, maquillaje en toda su cara y cuerpo, y este último lleno de costuras de distintos colores oscuros. En contraste con los matices sombríos, la chica llevaba puesto un largo vestido dorado de origen victoriano. Se veía hermosa a los ojos de Vincent.
—Perfecta.
Antes de que la música se apagara intentó recordar su nombre. Cindy...Candy...Mandy...
Sandy. Sandy Harmore.
Hacía cinco horas era una rubia despampanante deseosa de hombres como Vincent, sonrientes y de mente abierta, dispuestos a cualquier tipo de relación —excepto romántica— con una mujer.
Recordó que Sandy le había tocado la entrepierna a las dos horas de haber charlado un poco. Sus uñas pintadas de rojo, su vestido azul ceñido al cuerpo, sus labios rojos y sus ojos sombreados de negro la hacían apetecible.
Pero Vincent buscaba otra cosa.
Él había logrado ver entre el velo de sonrisas y chistes malos de Sandy y se había dado cuenta de que ella sufría depresión, que el ir a fiestas y emborracharse era solo una fachada para ocultar su verdadero deseo de morir.
Tal vez por eso bebía tanto hasta emborracharse. Tal vez por eso incluso la había visto drogarse.
Vincent sintió un poco, solo un poco de pena por ella, después de todo era un alma perdida, como él alguna vez lo había sido.
No pudo evitar compararse con ella y sentirse superior al saberse sano de mente. Porque asesinar personas para crear pequeñas baratijas era de personas normales. Porque tener un fetiche con una caja musical era de gente sana. Porque convertir mujeres hermosas en muñecas tristes era común y corriente.
Sí, Vincent definitivamente era normal ¿O no?
Tomó la mano de Sandy y acarició el dorso, la piel estaba seca, así se sentiría siempre. Sonrió y miró sus ojos sin vida, dos orbes verdes como esmeraldas que ahora estaban opacos y perdidos.
Vincent se fascinó. Si había algo que le gustaba, era crear muñecas o maniquíes y verle los ojos.
—Hermosa —susurró—. Y ahora...necesitaré algún perfume. Uno de mujer —se acercó a ella—. Porque una hermosura como tú necesita oler bien. A humana, no a descomposición.