Mi vida en control de tus manos

20

Estaba acostada boca arriba sobre la cama, con la mirada fija en el techo como si pudiera descifrar algo entre las imperfecciones de la pintura. El cuarto estaba en silencio, pero mi cabeza era un vendaval. Las palabras de Egan se repetían como una vieja grabación, rayadas, incompletas, demasiado pesadas.

Me reí. No fue una risa alegre, ni siquiera triste. Fue ese tipo de carcajada cortada que sale cuando el cerebro decide que, entre llorar y reír, lo más seguro es burlarse de sí mismo. Porque esto... esto no podía ser real.

¿Una llave? ¿Un secreto heredado? ¿Mis padres sabiendo todo y ocultándolo como si fuera por mi bien? Era como leer una novela de conspiraciones familiares, solo que ahora era yo la protagonista.

Volví a reír, esta vez más breve, más amarga. Me llevé una mano a la frente y cerré los ojos. Quería apagar el mundo por un segundo, pero la película seguía corriendo detrás de mis párpados.

El techo seguía siendo mi refugio. Llevaba minutos —¿horas, tal vez?— observándolo sin ver nada. Mi mente no paraba, enredada entre lo que creía saber y lo que acababa de descubrir. Cada rincón de mi habitación parecía otro, como si los secretos recién revelados hubieran cambiado hasta el aire que respiraba.

Cerré los ojos un instante, intentando contener esa mezcla de ira, tristeza y una punzada traicionera de esperanza. Pero entonces, el sonido suave de nudillos contra la puerta me hizo abrirlos de golpe.

Golpe seco. Tres toques. Y luego, su voz.

—Key... ¿puedo pasar?

Me incorporé lentamente, sin saber qué sentir. El tono de Egan no era el mismo que el de anoche.

Era más... cálido. ¿Tímido? Y por alguna razón, eso me descolocó aún más.

—Traje desayuno —agregó, con un susurro que parecía demasiado vulnerable para alguien que acababa de romper mi mundo en pedazos.

Me pasé los dedos por el cabello, aún despeinada, aún hecha un caos por dentro. Pero algo me empujó a decir:

—Está abierto.

La puerta se entreabrió con cuidado, como si tuviera miedo de molestar.

Y ahí estaba él, con una bandeja entre las manos. Nada extravagante: café caliente, pan tostado, un poco de fruta. Pero el detalle estaba en lo que no podía comprarse —el temblor en sus dedos, la forma en que me miró antes de entrar.

—No sabía si querías hablar... o si preferías estar sola. Pero pensé que quizá esto —miró la bandeja— sería un gesto menos torpe que pedir perdón otra vez.

Me mordí el interior de la mejilla para contener la oleada de emociones. No era el desayuno. Era él. Era la culpa tatuada en su rostro y el esfuerzo por estar presente sin invadir.

Se sentó al borde de la cama, sin acercarse demasiado. No dijo nada más, y tampoco hizo falta.

El silencio no era incómodo, pero sí cargado. Como si las palabras que no se decían pesaran más que cualquier diálogo. Egan no me miraba directamente, pero sus ojos se paseaban por cada rincón de mi cara, como si intentara entender cuánto había cambiado en mí desde que conto esto.

—Tienes que comer algo —dijo al fin, y con cuidado empujó la bandeja sobre la mesa auxiliar junto a mi cama—. No es gran cosa, pero no sabía qué te gustaba al despertar.

Me encogí de hombros, aún sin decidir si su presencia me aliviaba o me desordenaba más. Había algo en su forma de hablar que parecía distinto... como si llevar el desayuno fuera su manera de decir “aún estoy aquí” sin pronunciarlo.

Tomé la taza de café, buscando calor, buscando un ancla. Lo miré por encima del borde, y ahí sí, nuestras miradas se cruzaron. Y por un segundo, solo un segundo, todo lo que se había dicho parecía suspendido entre dos personas que no querían destruirse, sino comprenderse.

—Gracias —susurré, apenas audible.

Egan bajó la mirada y esbozó una sonrisa leve, casi nostálgica.

—No tienes que agradecerme. Después de todo lo que te conté… no sé si tengo derecho a estar aquí. Pero quería que supieras que lo que sientes, lo que piensas… no tienes que hacerlo sola.

Sus palabras no eran románticas en lo clásico, pero en su fragilidad había ternura. En su culpa, había una promesa.

No dije nada. No aún. Solo le hice espacio en la orilla de la cama, sin gestos evidentes, sin invitaciones directas. Él lo entendió.

Se sentó con cuidado, como quien sabe que cada centímetro puede romper algo.

Y ahí estuvimos, los dos, con el desayuno enfriándose entre nosotros y el pasado ardiendo detrás.

Egan seguía ahí.

En silencio.

Sin presionarme, sin forzar nada. Y eso, por extraño que fuera, me hacía querer hablar.

—Las sombras vivientes… —dije, sin pensarlo mucho. Las palabras me salieron como si vinieran de otro lugar, uno que había estado dormido hasta hoy.

Lo vi tensarse ligeramente. No era miedo. Era respeto. Y eso me confirmó que no me las había imaginado.

—Tienen que ver con todo esto, ¿verdad?

Sus ojos me buscaron, y esta vez no se apartaron.

—Sí —respondió con esa voz suya.

Me acomodé un poco sobre las almohadas, sin dejar de mirarlo.

Me quedé observando a Egan con el corazón latiéndome en los oídos. Había algo en su forma de hablar que me daba miedo… pero también claridad. Como si sus palabras encajaran en espacios que yo ni siquiera sabía que estaban vacíos.

—Quiero que me lo digas todo —murmuré—. Lo que sabes de las sombras vivientes. No quiero seguir armando este rompecabezas sola.

Egan se acomodó en el borde de la cama, aún con esa cautela, entrelazando sus dedos, como si temiera romper algo más. Pero esta vez, su voz salió con convicción.

—Las sombras vivientes no nacen como monstruos. Al principio son fragmentos, emociones rechazadas, secretos que alguien decide enterrar. Pero con el tiempo… adquieren forma. Y si nadie las detiene, pueden tomar a alguien por completo.

Tragué saliva.

—Quieres decir que...

—Tenemos un origen desconocido, incluso para nosotros mismos.




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