EGAN REILCH
Las luces de navidad brillaban por toda la casa, llenando la oscuridad con aquel esplendor acogedor. En las escaleras, las guirnaldas iluminadas que había puesto Key hace unas horas, decoraban cada peldaño, creando un camino brillante. El árbol en el rincón parecía sonreír, cubierto de esferas, cintas, luces y una estrella dorada. Desde mi lugar en el sofá, al fondo, no tan lejos del árbol estaba la cocina, suave y tranquila, bañada también por las luces que colgaban como luciérnagas en la noche.
A través de los cristales, la luna brillaba con intensidad sobre el cielo oscuro, mientras los copos de nieve caían lentamente, cubriendo el paisaje con su delicado manto.
En mi campo de visión, podía contemplar los pinos, que se iban vistiendo de blanco, sus ramas adornadas por la nieve como si alguien los hubiera pincelado con calma. La noche les confería una quietud solemne, y cada árbol parecía formar parte de un cuadro invernal lleno de serenidad.
Key y Jen se habían ido a dormir luego de terminar todo esto.
Yo, sin embargo, no lograba conciliar el sueño. La casa estaba envuelta en una calma serena. Minutos antes, había bajado con mi cobija aún sobre los hombros y me acomodé en el mueble, justo frente a la ventana. El silencio me arropaba mejor que cualquier manta.
Solté un suspiro.
Aún recostado en el mueble, con el brazo apoyado sobre mi frente, dejé que el silencio siguiera envolviéndome.
Mis ojos fijos en la nieve que caía, pero mi mente…mi mente se había desviado a otra parte. Imágenes del beso en el carro de Jen aparecieron sin esfuerzo, como si la memoria lo susurrara con dulzura.
Fue cálido, inesperado pero perfecto, como si todo hubiera estado esperando ese instante.
Once años de amistad, de miradas cómplices, de palabras no dichas… y ahí, en ese pequeño espacio iluminado por las luces del tablero, nuestros mundos se acercaron más de lo que nunca se habían atrevido. No hubo promesas ni certezas, solo ese beso que lo cambió todo, que dijo más que cualquier conversación.
—Nunca pensé que pasaría —murmuré, sin mirar a nadie en particular. Mi voz era apenas un hilo, pero suficiente para llenar el espacio que el recuerdo había dejado—. Oh al menos, no fuera de mi imaginación...
Una sonrisa escapó de mis labios inconscientemente. Y como si lo hubiera llamado con la mente.
Lo sentí: una brisa suave, distinta, como una vibración en el aire. Levanté apenas la mirada, y ahí estaba él.
Pequeño, pero imponente, el búho surgió desde las sombras, desprendiéndose de mi piel como si el tatuaje hubiera cobrado vida. Su pelaje oscuro absorbía la luz, pero sus ojos brillaban intensos, como dos estrellas antiguas.
Se posó en el borde del mueble, sin hacer ruido, solo su presencia.
—El silencio suele decir más que las palabras mi señor—dijo con su voz profunda, que resonaba en mi interior como un pensamiento antiguo.
—Estoy tratando de entenderlo —le respondí sin moverme—. El beso… fue más de lo que esperábamos. No sé si estamos listos.
El búho ladeó la cabeza con paciencia.
—Llevan once años conociéndose, tu más que ella. El paso que dieron no es el fin ni el comienzo: es solo otro tramo del camino. Lo importante ahora no es el beso… es lo que haces con lo que despertó.
Me quedé en silencio. Afuera, los pinos seguían cubriéndose de nieve, y dentro de mí, algo comenzaba a ordenar el caos suave que me envolvía.
—¿Y si me equivoco como antes?
El búho emitió un sonido bajo, casi como un suspiro antiguo.
—Equivocarse también es avanzar. Pero lo que sientes… es real. Y eso merece valor, no miedo.
Al ver que me mantube en silencio hablo nuevamente:
—El error de no haberle dicho a tiempo ya no puede perseguirle. El pasado no pide permiso, solo se acumula. Pero lo que usted acaba de hacer… lo que ha sentido… es un riesgo que ha decidido aceptar.— Hizo una pausa. En ese breve instante, hasta los copos parecieron congelarse en el aire.—Los guardianes no deben enamorarse de aquello que juraron proteger. Está prohibido. Usted lo sabe… y el señor Jen también.
—Y sin embargo, no me importa aceptar el precio
Me llevé la mano al cabello, como si al peinármelo con los dedos pudiera alisar también el caos que se había instalado en mi pecho. Lo sentí más oscuro que nunca, más pesado, como si mis pensamientos se escondieran entre cada hebra. Veyrus, a mi lado, se acomodó sin hacer ruido, desplegando apenas las alas. No hacía falta que hablara todavía. Yo ya sabía lo que iba a decir… y aún así, deseaba que no lo hiciera.
—Las sombras vivientes son antiguas —comenzó, su voz resonando como una corriente subterránea—. No son malas por naturaleza. En su origen, todas nacen para ser guardianes, como tú, como yo. Pero algunas pierden el rumbo… otras se dejan contaminar por el deseo, el miedo, la ambición. Y cuando eso ocurre, se desvían del propósito, se fragmentan, y entonces la grieta se abre.
El silencio se hizo más profundo, como si las palabras recién dichas hubieran cubierto la habitación con algo invisible.
—Un guardián no debe enamorarse de lo que protege —continuó—. No por una ley vacía, sino porque el vínculo crea fisuras entre los mundos. Y de esas fisuras, las sombras errantes se alimentan. El amor verdadero es fuerza, sí… pero también es umbral.
Me mantuve callado. El calor del beso con Key aún se aferraba a mi piel como una memoria recién grabada.
—Y tú no estás protegiendo a cualquier alma —añadió el búho, bajando la voz, como si temiera que el propio universo lo oyera—. Ella es la última de su sangre que puede tocar ambas realidades. Humana, sí… pero también es algo de lo que aún no despierta del todo. Si cae, no caerá sola.
Cuando estuve a punto de decir algo el volvió a hablar.
—Antes de ti… antes de ella… hubo otros. Los primeros eran más que guardianes. Eran... de los Enualem, los que caminaban entre realidades como hilos invisibles que tejían equilibrio. No eran muchos. Sólo cinco. Cada uno custodiaba un límite, un secreto… una vida.