Mi vida en control de tus manos

24

La casa huele a café recién hecho, aunque nadie lo toma. Era más por costumbre que por deseo, como si el aroma pudiera sostenernos un poco. La luz entraba suave por las cortinas, casi con una delicadeza conciente del momento, como si supiera que no debe molestar.

En la sala estábamos todos, incluso vecinos del pueblo, pues la noticia de la abuela ya había llegado a oídos de todos. Algunos con manos entrelazadas eh inquietas pero con el alma recogida.

Esta noche fue...

Una noche fuerte para todos...pero más para los chicos. Aunque ya no eran niños, esa noche los hizo sentir pequeños. Ninguno pudo dormir. El silencio de la casa era tan denso que parecía tener peso.

Querían llorar, pero no podían. No por falta de dolor, sino porque el llanto parecía algo demasiado grande, algo que no sabían cómo empezar. Se quedaron despiertos, cada uno en su rincón, con los ojos abiertos y los pensamientos dando vueltas como hojas en el viento.

Cada uno con el cabello apuntando a distintas direcciones, como si el cansancio se hubiera manifestado en sus cuerpos. Las ojeras se hicieron notar en aquellos rostros cansados...era el desgaste emocional que les había causado el peso de una noticia tan delicada para todos.

Mientras me encontraba en la cocina preparando algo sencillo para que comieran o intentaran comer todos, mis ojos se deslizaron hacia Harris. Quien fue el primero en quebrarse antes de poder crear una frase.

Se quitó los lentes con manos temblorosas, se restregó los ojos como si quisiera borrar lo que sentía, pero no pudo. El llanto le llegó en silencio, sin gritos, sin desbordes. Solo lágrimas que caían despacio, como si respetaran el momento. Nadie dijo nada, pero todos lo vieron.

Y en ese gesto, algo se abrió.

Jen se acercó sin hablar, se sentó a su lado y le puso una mano en la espalda. Egan miraba al techo, con los ojos húmedos, como si esperara que alguna respuesta bajara de allí. Alan y Roy se quedaron quietos, con la mirada clavada en el suelo, sintiendo que algo se rompía por dentro, pero sin saber cómo recoger los pedazos.

Fue una noche larga, de esas que no se olvidan.

No por lo que se dijo, sino por lo que se sintió.

Los cachorros los dejamos en casa. No queríamos que sintieran el ambiente denso, ni que se inquietaran con el ir y venir de la gente.

Al rato me iré de nuevo a darles un vistazo, a cuidarlos, mientras los chicos se quedan aquí.

Es realmente curioso cómo en medio de tanto dolor, uno busca refugio en lo más simple: el calor de un animal, el silencio de una habitación, el gesto de alguien que no necesita hablar para estar contigo.

Siento el peso de una mano en mi hombro, lo que me hace girarme y salir de mis pensamientos. Era la madre de Jen, regalándome una sonrisa que transmitía tranquilidad dentro del caos. Su mirada era suave, como si supiera exactamente cuánto dolía todo, pero aún así quisiera ofrecerme un respiro.

—¿Cómo estás, querida?

—¿Le soy sincera o estaría bien solo responder un “bien”? —hago énfasis con los dedos, intentando dibujar una sonrisa que no termina de salir.

—Como te parezca mejor, Key —responde con dulzura, mientras aparta la vista y se gira hacia los chicos—. ¿Cómo estuvo la noche para ellos?

—No han probado ni un bocado. Y por más que insista, sin presionar, me dicen que no. El único que, pues... ha comido, es Alan.

—No lo he visto por ahí —dice, frunciendo el ceño con suavidad, lo que me hace entrar en dudas también.

—Yo tampoco. Creo que fue a comprar unas cosas, tal vez. Aunque ahora que lo pienso... no estoy tan segura.

A lo lejos, vimos salir una silueta grande desde la puerta de la habitación de la abuela. Era Jen. Su andar era lento, y el rojo en sus ojos hablaba por él: había llorado, y mucho. Se acercó a nosotras con ese cansancio que no es solo físico, sino del alma.

Ana lo recibió con los brazos abiertos, y Jen no dudó en dejarse caer en ellos. Su madre, más bajita, lo sostuvo como si pudiera cargarle el dolor. No hubo palabras, solo ese abrazo que parecía detener el tiempo.

Me quedé mirándolos un buen rato, con una sonrisa sincera y tierna. Era un momento frágil, pero lleno de amor. De esos que se graban sin esfuerzo.

—¿Cómo te sientes, hijo? —preguntó Ana, colocando ambas manos en las mejillas de Jen, como si quisiera sostenerle el rostro y el corazón al mismo tiempo.

—Me siento agotado —admitió Jen, mirándola a los ojos. Pero su mirada estaba lejos, perdida en pensamientos que no compartía. Su rostro mostraba tristeza: las cejas apenas curvadas hacia abajo, los labios quietos, sin intención de hablar más. Tenía ambas manos sobre los brazos de su madre, acariciando su muñeca con una delicadeza que dolía.

Entonces sus ojos avellana se cruzaron con los míos. A pesar del rojo que los rodeaba, el color parecía más intenso que nunca. Me miró con esa mezcla de ternura y cansancio que solo se ve en quienes han llorado demasiado.

—¿Quieres ir a descansar, Key? —me dijo, con voz suave—. Ayer no dormiste por estar atenta a todos.

—Sí, necesito hacerlo —respondí con voz baja, casi como si me costara admitirlo—, pero no sé si ustedes logren hacer todo estando así.

Jen se acercó a mí y me envolvió en un abrazo. No era algo común en él, y por eso, ese gesto me tomó por sorpresa. Su abrazo no era fuerte, pero sí firme. Como si quisiera sostenerme, aunque él también estuviera a punto de caer.

—Gracias por estar con nosotros y aguantar hasta esta hora despierta —dijo con voz ronca, cansada, pero tan sincera que por un momento dudé si realmente era el mismo Jen que solía mantenerse distante ante todo. Sus palabras no eran muchas, pero cada una pesaba, como si vinieran desde lo más profundo.

Lo abracé con fuerza, queriendo que entendiera sin decirlo: que si la situación empeoraba, yo seguiría aquí. Que no estaba sola, ni él tampoco.

—Ustedes son mi familia —dije, sintiendo cómo se me apretaba el pecho—. La única que me queda. Y no voy a dudar en ayudarlos en todo lo que pueda.




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