Mi vida en control de tus manos

24

El desastre luego de la verdad

—¡¿Qué mierda hiciste, Egan?! —la voz de Harris me atravesó como un disparo.

—Le dije la verdad. ¿Qué esperabas? —respondí, tirado en el suelo, con el sabor metálico de la sangre en el labio.

Todo había dado un giro brutal. Jen estaba junto a Key, con la mandíbula apretada como si contuviera un grito. Roy sujetaba a Harris por los hombros, intentando contener la furia que lo sacudía. Y yo... yo seguía en el suelo, con el dolor punzante en la mejilla y el orgullo hecho trizas.

—¿Y qué crees que va a pasar ahora? —gruñó Harris, el ceño fruncido, los ojos encendidos—. No va a haber un final feliz. Para nadie. ABSOLUTAMENTE NADIE. Y ella —señaló a Key con el dedo tembloroso— será la culpable de todo lo que venga.

¿En qué momento todo se fue al carajo?

Estaba durmiendo. El cuerpo de Key aún tibio junto al mío, su respiración pausada, como si el mundo no estuviera a punto de colapsar. Luego sonó el teléfono. Alan. Su voz era un caos de interferencias, palabras entrecortadas, algo sobre “Harris” y “la verdad”... pero no logré entender. Apenas pude murmurar un “¿qué dijiste?” antes de que la llamada se cortara.

Me senté en el mueble, confundido, con el corazón latiendo más rápido de lo que debía.

Silencio.

Y entonces, los golpes. Tres, secos, urgentes. Harris. Su rostro desencajado. No dijo nada. Solo me miró con esa furia que no necesita palabras.

Abrí la puerta por completo esperando al menos una explicación de lo confundido que me sentia. Y sin previo aviso...

El puñetazo llegó antes que cualquier explicación.

El golpe me dejó aturdido. No solo por el dolor físico, sino por la confusión que me envolvía como una niebla espesa. Harris respiraba agitado, con los puños aún tensos, y Roy lo sujetaba con más fuerza, como si temiera que volviera a lanzarse sobre mí.

Dormí. No sé cuánto tiempo. Lo suficiente para que la realidad se deformara mientras yo flotaba en la inconsciencia. Ahora, despierto, me encuentro atrapado en un mar de confusiones, sin una explicación lógica que me permita entender cómo llegamos hasta aquí.

—¿De qué mierda estás hablando, Harris? —escupí las palabras mientras me incorporaba con dificultad.

El suelo era áspero bajo mis palmas. Me sentía débil, como si el sueño me hubiera drenado más que descansado. Mechones de cabello caían sobre mi frente, igual que sobre la de Harris, que me observaba con una furia que no necesitaba traducción.
—Mi señor...

La voz de Veyrus cortó el aire como una daga. Bastó ese tono para que mi cuerpo se pusiera en alerta.

—¿Crees que por decirle que somos sombras vivientes, y revelarle que ella es el puente que conecta ambos mundos, todo va a cambiar? —alzó la voz, liberándose del agarre de Roy con un movimiento brusco.

El silencio se quebró.

—¿Y qué tiene de malo que lo sepa? —intervino Jen, con el rostro endurecido, la mirada fija en Harris como si pudiera desarmarlo con solo palabras.

—¡Por algo se le borró la memoria a esta chica! —rugió Harris, señalando a Key con una mezcla de rabia y desesperación—. ¡Por algo se le ocultó todo! ¿No entienden lo que puede desatarse si ella recuerda?

Key no reaccionó. No aún. Pero algo en sus ojos había cambiado. Como si una grieta se hubiera abierto en su mente. Como si una sombra antigua comenzara a despertar.

—¡Tenía que descubrirlo tarde o temprano, Harris! —exclamó Jen, con la voz firme y el cuerpo avanzando hacia él como una tormenta contenida.

Roy, sin decir palabra, se acercó a Key y la tomó del brazo con delicadeza, guiándola hacia el otro extremo de la sala. Ella no se resistió. Caminaba como si el suelo no le perteneciera, como si cada paso la alejara de una verdad que ya no podía evitar.

—La abuela nos lo dejó claro desde que éramos niños —continuó Jen, sin apartar la mirada de Harris—. No era un secreto. Era una advertencia.

Harris apretó la mandíbula. Su rostro se tensó, y por un instante, pareció más viejo, más cansado.

—La abuela ya no tiene criterio en esta conversación —dijo con voz áspera—. Ella va a morir...

No terminó la frase.

Mi puño impactó contra su rostro con una fuerza que no sabía que tenía. El golpe lo tumbó al suelo con brusquedad, como si la gravedad misma lo hubiera traicionado. El silencio que siguió fue absoluto. Nadie se movió. Nadie respiró.

—No te refieras a ella como si ya estuviese muerta —dije, con la voz temblando entre rabia y dolor—. No pienses que porque está enferma vamos a borrar todo lo que nos dijo. Todo lo que nos advirtió sobre Key. Todo lo que va a pasar a partir de ahora.

Harris se quedó en el suelo, con la mano en la mejilla, los ojos abiertos como si acabara de ver algo que no quería aceptar.

Jen se acercó a mí, sin decir nada, pero con una mirada que lo decía todo: la verdad ya no podía esconderse. Y la abuela, aunque ausente, seguía siendo el faro que nos guiaba en medio de esta oscuridad.

—No es mi culpa que no quieras aceptar la verdad, Egan —dijo Harris, mientras se levantaba del suelo con lentitud, limpiándose la sangre del labio con el dorso de la mano.

Su voz no temblaba. Era firme, como si el golpe no hubiera hecho mella en su convicción.

—No puedo creer que estés hablando así —respondí, con el odio brotando desde lo más hondo—. Como si la abuela no te importara en lo absoluto. Como si su vida fuera solo una nota al pie en tu ambición.

Harris suspiró. Se llevó una mano a la mandíbula, la frotó con gesto tenso, y luego se arregló la camisa con movimientos mecánicos, como si intentara recomponerse por fuera mientras por dentro se desmoronaba.

—Si ella muere... —dijo al fin, con la mirada clavada en el suelo— el cargo queda en mí. Más que en nadie. Porque soy el mayor de todos ustedes. Y se hará lo que yo diga.

Sus palabras cayeron como piedras. No había espacio para discusión. No había lugar para duelo. Solo una estructura rígida, heredada, impuesta por años de tradición y miedo.




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