Mi vida en control de tus manos

28

Una mañana sin la luz del sol, el cielo nublado como si estuviera a punto de desplomarse sobre todo. Mi mente seguía sumergida en aquella información que aún me costaba asimilar, pero que, de alguna manera, se abría paso dentro de mí, obligándome a aceptarla aunque no quisiera.

El pecho ardía. Las punzadas llegaban con más frecuencia, suaves pero insistentes, como recordatorios de algo que no podía ignorar.

El vapor del café que emanaba de la taza entre mis manos me reconfortaba apenas, un calor mínimo que no alcanzaba a derretir el nudo que llevaba dentro. Aun así, me aferré a él, como si ese pequeño gesto pudiera sostenerme un poco más. Afuera, el viento golpeaba las ventanas con una calma extraña, y por un instante pensé que tal vez el mundo también estaba conteniendo la respiración conmigo.

En el sofá estaba Egan, profundo en el sueño, con uno de los cachorros apoyado sobre su pecho y otro enroscado en el hueco de su brazo. Su respiración era lenta, tranquila, como si por fin —después de días de tensión, peleas y miedo— su cuerpo hubiera encontrado un rincón donde soltarse.

Tenía el ceño relajado, algo que casi nunca se veía en él. Sin la dureza habitual en su mirada, sin la postura rígida de guardián, parecía más joven… casi vulnerable. Un mechón de su cabello caía sobre su frente, moviéndose apenas con cada exhalación. Uno de los cachorros, pequeño y torpe, intentó acomodarse mejor y él, incluso dormido, levantó un poco el brazo para no aplastarlo.

Ese gesto… tan instintivo, tan suave… decía más de él que cualquier palabra.

Egan siempre cargaba el mundo como si fuera su responsabilidad sostenerlo. Siempre alerta, siempre listo para pelear, siempre creyendo que tenía que ser el fuerte. Pero ahí, en ese sofá viejo, con los cachorros respirando contra él, era solo un chico agotado que por fin encontraba un respiro.

Y había algo en esa imagen que apretaba el pecho.
Algo que hacía imposible no sentir cariño por él.

Porque Egan no sabía ser tierno a propósito.
Pero cuando lo era sin darse cuenta…
cuando su corazón se asomaba entre las grietas…
era imposible no querer protegerlo también.

Me permití cerrar los ojos un segundo, aferrándome a esa calma diminuta, como quien sostiene una luciérnaga entre las manos.

Pero entonces…

Un golpe suave en la puerta.

No fuerte. No urgente. Pero sí… extraño. Como si la madera hubiera temblado antes de sonar.

Abrí los ojos. La burbuja de paz se contrajo.

—¿Key? —llamó una voz desde el pasillo.

No era Jen.

No era Roy.

Era una voz femenina, más grave, más firme… y cargada con algo que no supe nombrar al instante, pero que me heló la sangre. Una voz que no traía calma. Una voz que no venía a preguntar cómo estaba.

Era Ana.

La madre de Jen.

Y en cuanto escuché mi nombre en su boca, lo supe:
esa voz no venía con buenas noticias.

El aire se volvió más denso. El café en mi mano dejó de calentarme. Y el mundo, ese que parecía contener la respiración conmigo, de pronto exhaló algo frío, anticipando lo que estaba por venir.

—Querida… ¿cómo estás? —susurra mientras me envuelve en un abrazo cálido, casi demasiado cálido, como si quisiera sostenerme… o sostenerse ella misma.

Pero incluso antes de que sus brazos me rodearan, ya lo sentía: algo en su energía estaba torcido, desacomodado, como una cuerda tensada a punto de romperse.

—Estoy bien… —respondo, aunque la voz me sale más apretada de lo que quisiera—. ¿Todo está bien?

Ella no contesta de inmediato. Y ese silencio, ese pequeño vacío entre nosotras, pesa más que cualquier palabra. Cuando levanta la mirada, sus ojos me atraviesan con una tristeza tan profunda que me deja sin aire. No era solo preocupación. Era dolor. Era miedo. Era algo que no quería decirme… pero que ya estaba escrito en su rostro.

Un nudo frío se me instala en el estómago, como si alguien hubiera hundido los dedos ahí y los mantuviera apretados.

—Key… —dice finalmente, y mi nombre en su boca suena distinto, quebrado, como si lo pronunciara desde un lugar donde ya no hay espacio para la calma—. ¿Podemos hablar en otra parte? Donde no nos escuchen.

Su voz no tiembla, pero algo en ella vibra con una gravedad que me eriza la piel.
No es el tono de alguien que trae una simple preocupación.
Es el tono de alguien que carga una verdad que duele.

Asentí y caminamos hacia el jardín, el mismo lugar donde anoche, aunque fuera apenas un instante, sentí que algo dentro de mí todavía podía salvarse. El aire estaba frío, más frío que antes, y el viento movía las hojas como si quisiera borrar cualquier rastro de la calma que había encontrado allí.

Nos detuvimos junto a la mesa. Ana respiró hondo, y ese gesto —tan simple, tan cargado— me hizo tensar los hombros sin querer.

—¿Qué me quieres decir? —pregunté, aunque ya podía sentir ese cosquilleo incómodo en el pecho, ese aviso silencioso de que algo no estaba bien.

Ella me miró con una mezcla de cuidado y dolor que me descolocó.

—Key… no sé cómo decir esto sin derrumbar algo que ya está muy frágil.

Por un segundo me confundí. Pero luego entendí.
No hablaba de una situación.
Hablaba de mí.
De todo lo que había pasado. De los chicos.
De lo que estaba sosteniendo con las uñas.

Sentí un vacío extraño en el estómago, como si el cuerpo se adelantara a la noticia antes que la mente.

—¿Qué…? —mi voz salió baja, casi un susurro—. ¿Qué es lo que sucede?

El viento sopló más fuerte, levantando un mechón de mi cabello y pegándolo contra mi mejilla. El frío se metió entre mis dedos, entre mis costillas.

Ana tragó saliva. No lloraba, pero sus ojos… sus ojos ya lo habían dicho todo antes de abrir la boca.

—La abuela murió.

No hubo un golpe.
No hubo un derrumbe.
Solo un silencio que se sintió como si el mundo hubiera dejado de moverse por un instante.




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