Desperté por los rayos de sol impactando en mi rostro con suavidad. Me encontraba en la habitación de huéspedes, sumergida en un silencio que no era calma, sino vacío.
Duré un rato tratando de levantarme, aunque no quería. Las sábanas se sentían más pesadas de lo normal.
Me levanté con pereza, viendo mi reflejo en el espejo de repisa que estaba al frente. Mi cabello desordenado parecía el de una leona, rebelde, indomable, como si también se negara a aceptar la calma. Ignoré mi aspecto por completo y abrí la puerta de la habitación, encontrándome con la sala en un profundo vacío… sí, vacío. No había nadie, absolutamente nadie.
El silencio me golpeó más fuerte que cualquier palabra. Era un silencio distinto al de la noche anterior, más pesado, más frío, como si la ausencia se hubiera instalado en cada rincón.
Fruncí el ceño confundida.
—¿Egan? —llamé, mi voz apenas un murmullo que se perdió en el silencio.
Nada.
—¿Roy? —intenté de nuevo, esta vez más fuerte, mientras mis pasos me llevaban hacia la cocina, con la esperanza de encontrar a alguno de los chicos allí.
Pero no tuve suerte.
La cocina estaba igual de vacía que la sala, con las tazas alineadas en la repisa como si nadie las hubiera tocado en días. El aire olía a frío, a ausencia, a ese silencio que no se llena con nada. Mis dedos rozaron la mesa, buscando algún rastro de vida, pero solo encontré la madera helada, quieta, indiferente.
—Jen… me acordé que se había quedado en la habitación de arriba para estar atento a cualquier cosa. Subí las escaleras corriendo, contando los pasos casi sin darme cuenta: uno, dos, tres… hasta quince. El aire se volvía más denso con cada escalón, como si el silencio de la casa me siguiera de cerca.
Abrí la puerta con cuidado, temiendo interrumpir algo.
Y ahí los encontré.
Dos cabezas pequeñas, con orejas esponjosas, asomadas por la curiosidad, mirándome como si supieran que algo no estaba bien. Los cachorros me observaron en silencio, con esa inocencia que duele más cuando el mundo se siente roto.
Detrás de ellos, el cabello castaño y desordenado de Jen, revuelto como si hubiera pasado la noche entera sin dormir. Sus ojos estaban un poco hinchados… supongo que había estado llorando. Tal vez en silencio, tal vez tratando de que nadie lo notara.
La escena me apretó el pecho.
Me quedé en el marco de la puerta, sin saber si entrar o retroceder.
—Vaya, ¿tu cabello tuvo una explosión anoche? —suelta una risita pequeña, colocando una mano detrás de su cabeza mientras me mira fijamente.
—Eso qué te importa —respondí, poniendo los ojos en blanco.
Me dio vergüenza, lo admito. Sentí el calor subir a mis mejillas, no por el comentario en sí, sino porque en medio de todo lo que estaba pasando, esa risa ligera parecía un respiro que no sabía si aceptar o rechazar.
Jen me observó un segundo más, con esos ojos hinchados que delataban la noche anterior. Había tristeza en ellos, sí, pero también un intento torpe de hacerme sonreír, de arrancarme un gesto que me recordara que todavía podía sentir algo distinto al dolor.
—Te escuché llamando a los muchachos, ¿qué pasa? —pregunta Jen, haciéndome señas para que me siente en la cama.
Asentí y me dejé caer en el borde, suspirando.
—Es que no escuchaba a nadie y por un momento me llegué a asustar… —lo miro, dudando si preguntar o no—. ¿Dónde están?
Jen aparta la mirada, acariciando a uno de los cachorros que se acomoda en su regazo.
—Fueron a ver a la abuela —dice al fin, con la voz baja.
El silencio se instala un segundo entre nosotros.
—¿Y tú por qué no fuiste? —pregunto, intentando sonar tranquila, aunque mi voz se quiebra apenas.
Jen se encoge de hombros, evitando mis ojos.
—Alguien tenía que quedarse aquí… por si pasaba algo. Además… —hace una pausa, acariciando con más fuerza al cachorro— no sé si hubiera aguantado verla otra vez.
Lo observo, con los ojos hinchados, el cabello desordenado, y esa vulnerabilidad que pocas veces deja ver.
—Jen… —susurro, sin saber qué decir exactamente.
Él me mira al fin, con una sonrisa pequeña, rota.
—No tienes que decir nada, Key. Sé que duele. A todos nos duele. Pero… —respira hondo— tenemos que seguir, aunque sea difícil.
Me quedo callada, apretando las manos sobre mis piernas.
—¿Y Egan? —pregunto, buscando un poco de aire en medio de todo.
Jen suspira.
—Está peor que yo. No lo dice, pero lo sé. La abuela era… todo para él. —Hace una pausa y me mira fijo—. Y para ti también, ¿verdad?
No respondo. El silencio me delata.
Jen asiente, como si no necesitara escuchar mi voz para entenderlo.
—Lo vamos a superar, Key. No sé cómo, ni cuándo… pero juntos.
Acaricia el pelaje de los peludos que estaban en la cama a su lado.
—No quise que me vieras así —murmuró, con la voz baja—. Siempre intento ser el que aguanta, el que no se quiebra… pero anoche no pude.
Lo miré en silencio, esperando que siguiera.
—La abuela… —hizo una pausa, tragando saliva—. Ella era la única que me hacía sentir que todo iba a estar bien, ¿sabes? Aunque el mundo se estuviera cayendo, aunque los demás discutieran… ella siempre tenía esa forma de mirarnos que lo arreglaba todo.
Sus ojos se humedecieron, aunque intentó sonreír.
—Y ahora… ahora siento que si me dejo caer, nadie va a sostenerme.
El cachorro levantó la cabeza, como si entendiera la tensión en su voz. Jen lo acarició con más fuerza, buscando refugio en ese gesto.
—No quiero que pienses que soy débil, Key —añadió, mirándome al fin, con los ojos rojos y cansados—. Pero me duele. Me duele más de lo que pensé que podía doler.
Me quedé ahí, viéndolo sin saber qué decir o hacer. Pensé en abrazarlo, pero había algo que me lo impedía. ¿Tal vez la culpa de algo que no podía controlar?
El silencio se instaló entre nosotros, pesado pero no incómodo. Los cachorros respiraban tranquilos, ajenos al dolor, y ese sonido mínimo llenaba el espacio como un recordatorio de que la vida seguía.