—¿Qué pasa? Esa cara dice que no estás del todo aliviado de quitarte de encima a tu ahora ex —se ríe el moreno, que casi se cae al suelo por culpa de la energía de su perra.
—Es mi madre. Tengo ocho mensajes, pero no quiero entrar en ellos; solo quiero disfrutar de mi libertad unos minutos —respondo, fastidiado.
—A ver qué te dice —pregunta el moreno, angustiado.
Le entrego mi teléfono.
[Mama 💔] 17:23
Liam, no puedes seguir ignorándome.
Necesitamos hablar en casa, cara a cara.
Me parte el alma que nos veas como enemigos.
[Mama 💔] 17:24
Estás confundido... alguien te está llenando la cabeza 🧠😞
Si no contestas hoy, iré a buscarte
Tu padre te necesita ahora, y vas a tener que afrontarlo.
¿De verdad crees que todo fue tan grave?
No puedes seguir ignorándome
Ulrich me mira con esa expresión suya que no necesita palabras. Todo lo que piensa está en sus ojos.
—No quiero ir a casa, pero como no vaya el resultado puede ser peor —respondo asustado, cabizbajo.
—No se que decirte hermano, ya sabes que mi mamá murió cuando yo era pequeño y no llegue a tener una figura materna…ya sabes que me tienes aquí…—me abraza.
Ese abrazo sincero, protector… me hace temblar un poco. No por frío, sino por todo lo que me sostiene sin decir nada. Me aferro por unos segundos, como si ese gesto fuera un ancla. Salí de su casa muerto de miedo, con el pecho apretado pensando en lo que me vendría encima si mamá o papá me encontraban. El aire olía a leña quemada. Crucé la primera calle pasando por la carnicería Ángel, donde el aroma de embutidos flotaba pesado. Luego atravesé la plaza mayor, vacía a esas horas, y me metí en el callejón entre las casas de piedra, con sus tejados de teja roja y flores marchitas en los alféizares.
Villanueva de Carrizo no es un sitio donde pasar desapercibido.
Me crucé con los vecinos. La señora Pérez sonrió al verme.
—Hola, Liam. ¿Qué tal están las cosas en casa?
—Bien, supongo —respondí lo más natural que pude, intentando que no se notara el temblor en mi voz.
—Hace tiempo que no vemos a Leila y a tus padres —intervino el señor García, como si fuera algo casual.
Intenté contestar, pero una sensación helada me recorrió la espalda. Detrás de una joven morena que no había visto nunca por el pueblo, sentí una mirada clavada en mí. Al girar apenas el rostro, lo vi.
Mi padre, asomado desde la ventana, me miraba fijamente.
“Mierda. Está en casa. Y esa expresión... esa expresión me va a perseguir toda la noche.” pienso, mientras la señora Perez me decía algo que no llegue a escuchar del todo.
—Bueno voy a casa que tengo que estudiar —trato de librarme de ellos.
—¡Espera! Liam no te he presentado a nuestra hija adoptiva Nova Mei Urriaga —me sonríe el señor Garcia.
—Encantado soy Liam Archie Lee —contesto rápido.
—Encantada —contesta tímida.
Entró corriendo en casa. Una de esas construcciones antiguas que parecen llevar siglos observando en silencio. De piedra tosca, oscurecida por la humedad, con juntas cubiertas de musgo en las esquinas más sombrías. Las ventanas, estrechas y con contraventanas de madera descolorida, daban una sensación de encierro, como si la casa se protegiera del mundo.
El tejado de teja roja, irregular, mostraba piezas rotas y hundidas, marcas de inviernos duros. Por la fachada trepaban ramas secas de una vieja parra, que alguna vez dio sombra y uvas, pero ahora colgaba inerte, como un recuerdo que ya no sirve.
Una puerta de madera maciza, con clavos oxidados y una aldaba en forma de anillo, custodiaba la entrada. A un lado, un banco de piedra recibía la luz de la tarde, aunque nadie parecía sentarse allí desde hacía años.
El olor a humo de chimenea se mezclaba con el aroma terroso de los huertos, y el silencio del pueblo solo lo rompía el canto lejano de un gallo o el zumbido ocasional de un tractor perdido entre los campos.
Cuando paso por la entrada después de escuchar los pasos de los vecinos alejarse, , avanzo en dirección al salón lo más sigilosamente que puedo, pero el suelo me delata: un crujido seco, fuerte, rompe el silencio como un disparo.
No me da tiempo de inspeccionar la casa para ver dónde está mi pequeña hermana.
La bofetada me estalla en la cara como una descarga eléctrica. Me tambaleo hacia atrás, con el zumbido en el oído y el ardor en la mejilla subiéndome hasta el ojo. Tardo un segundo en enfocar.
Lo tengo delante.
Mi padre.
Con su “pijama”, como él lo llama: una camiseta de tirantes blanca, ajada, amarillenta por los años y los lavados. Y unos calzoncillos viejos que apenas cubren nada, que más que ropa parecen una amenaza constante de vergüenza. Está descalzo, los dedos separados sobre el suelo frío. Me mira como si fuera algo que arrastró la lluvia.
Editado: 30.11.2025