Viernes, 6 de octubre. Hacía poco en el colegio hubo una exposición de talentos de los estudiantes y como era buena en el dibujo no me perdí la ocasión de demostrar mi gran talento. Por coincidencias de la vida, había expuesto en el teatro mi dibujo de un sitio turístico de Bogotá llamado el Chorro de Quevedo, del cual pocos días después nos llevarían allá y otros lugares cercanos de gran importancia cultural en la ciudad. Mi madre siempre asegurará que por mi dibujo nos llevaron allá, a pesar de que no ganara el concurso y el premio se lo llevara unas excompañeras de 1104 por un baile.
Todos los estudiantes de décimo y once fueron allá, exceptuando a 1004 por un supuesto «mal comportamiento», según dijo la aborrecible Esperanza, coordinadora académica de la jornada mañana. Al menos, me aliviaba saber que ese curso no fuera, pues existía un tal chico llamado Edwin que una vez me gustó y luego lo odiaba. En dos oportunidades, me lancé de loca en grado noveno a hablarle y como respuesta, él trataba de ignorarme y me mentía diciendo que me iba a enviar la solicitud de amistad que nunca mandó. Además de ser un grado menor, verlo de cerca no era tan agradable como de lejos y eso me decepcionó, otra de mis falsas ilusiones amorosas.
Aquella mañana me reuní con Jireh, no tenía a nadie más con quien estar, y no me sentía preparada como para hablarle todos los días a Kevin, no quería ser un fastidio para él. Aunque había venido y hacía locuras como siempre con sus amigas, preferí observarlo a cierta distancia y verlo feliz en su vida popular. Otra persona que no pensé vigilar ese día, pero que se dejó ver y demostrar fue el chico de la cafetería.
Mientras esperaba sentada en el patio, esperanzada que viniera el bus, luego de veces de paseos interrumpidos por su ausencia, alguien me atrajo la atención y me demostró con su mirada una señal de importancia. No pensé que podría ocurrir, ni mucho menos creí fijarme de nuevo en esa persona, pero aquel chico de la cafetería se dejó pillar a través de mis ojos una ansiosa mirada por conocerme. Él estaba en ese momento afuera, cerca de su sitio de trabajo, pero afuera ahí congelado en el tiempo observándome. Al no conocerlo todavía, mi instinto fue detener el choque de emociones y mirar hacia otro lado, pues no quería demostrarle mucho interés.
Más tarde, para mi alegría y de los demás, llegaron los buses. Ese día no tuve a algún compañero de viaje al lado de mi puesto, así que el profesor Eduardo, director de mi curso se sentó y me acompañó en el viaje de ida como de vuelta; en ese caso, prefería estar sola por motivos de espacio y comodidad.
Luego de subir por el barrio La Candelaria, el bus nos dejó a la intemperie. Después comenzamos a visitar por todos los sitios turísticos nombrados en una larga lista de veinte lugares, así que la búsqueda era larga, más cuando en grupitos de dos o tres estudiantes explicarían el sitio brevemente consultado. Probablemente encontraría a Kevin en algún hermoso lugar. Efectivamente sucedió, aunque en un sitio no tan hermoso y oscuramente temible hasta en el nombre para mí. Nuestro primer encuentro fue a las afueras de la iglesia de La Orden Tercera, en aquella no se nos permitió entrar y tuvimos que ver su simple fachada colonial; un gran alivio. Allí Kevin llevaba puestas unas gafas oscuras que lo hacían lucir como un chico millonario y creído, lo cual me hacía confundir si me miraba o no. Dudando, lo saludé a cierta distancia con mi mano y él hizo lo mismo sonriendo, indicándome su cálido y despreocupado recibimiento.
Luego, mi curso se alejó de 1101 y no volví a verlo hasta la hora del almuerzo. El lugar fue el Chorro de Quevedo, el mismo lugar que dibujé, y para coincidir el suceso, expuse su historia y características acompañada de Yomary. Después, empezamos a almorzar y descansar un rato. Mi deliciosa merienda fue una pizza de champiñones, la cual no aproveché su contenido total. Un tal Daniel de 1101 que llegó, me pidió a mí y otros chicos de mi curso que le diéramos un poco de nuestra comida y le dimos, bromeando su necesidad. Él daba la ocasión para ser víctima de chistes y bromas.
Pronto, vi a Kevin comiendo y extrañamente alejado de sus compañeros. Terminé de comer y llegó gente universitaria, la cual comenzó a ganar notoriedad por sus voces claras y fuertes que indicaban que iban cantar uno por uno, pero que al final sólo fue pura farsa y, poco a poco, dejaron de imponer sus anteriores voces animadas. En ese momento me recosté en un poste aprendiendo cómo hablar fuerte y claro para llamar la atención y no me quedé esperando a que alguno cantara, pues en sus caras se veía el sarcasmo reluciente. De pronto, se paró una figura al lado mío y sentí una maravillosa sensación de alguien conocido y hermoso para mí. Era Kevin, pero no quise mirarlo, no estaba preparada para recibir a aquel chico tan alto y hablarle, siendo yo tan bajita como una hormiga a su comparación. A pesar de que estuviera varios minutos incontables ahí al lado mío no pude hablarle, mi mente estaba en shock y no se me ocurrió ni siquiera un estúpido chiste.