Esa noche, Aydee llegó a su apartamento con el cuerpo cansado pero la mente en ebullición. Había intentado seguir con su jornada como si todo fuera normal, pero no lo era. Nada lo era desde aquella carta.
Entró y cerró la puerta con llave. El eco del clic resonó más fuerte de lo habitual. Dejó su bolso sobre el sofá y se quitó los tacones sin siquiera desabrocharlos. El roce de la alfombra bajo sus pies desnudos le recordó que estaba en casa, en su espacio seguro… aunque esta vez no se sintiera segura de nada.
Caminó directo hacia su pequeño escritorio, donde el sobre marfil todavía yacía como una sombra blanca sobre la madera clara. Lo abrió por enésima vez y desplegó la nota, ya arrugada por tantas lecturas.
“Cuando conozcas a Dioel, no huyas. Él será el amor de tu vida.”
Leyó las palabras en voz baja, como si al pronunciarlas pudiera arrancarles un significado oculto. Pero el efecto era el contrario. Cada sílaba le ponía la piel de gallina. Había algo perturbador en que alguien —¿ella misma en el futuro?— pudiera predecir con tanta exactitud un encuentro que había ocurrido apenas horas antes. ¿Y si alguien me está manipulando? ¿Un experimento psicológico? ¿Una broma elaborada? ¿Un truco para distraerme justo en medio del proyecto más importante del año?
Nada tenía sentido. Y sin embargo, todo dentro de ella gritaba que era real. Había algo en la mirada de Dioel —seca, retadora, pero al mismo tiempo… familiar— que no podía ignorar. Esa tensión en la sala de reuniones no fue sólo profesional. Fue algo más primitivo. Como si dos fuerzas opuestas se hubieran reconocido al instante.
Aydee dejó la carta sobre el escritorio y se frotó las sienes con las yemas de los dedos. Necesitaba una explicación lógica. Un cable suelto. Una coincidencia exagerada. Algo.
Entonces sonó el timbre del edificio.
Un sonido agudo, inesperado, que la sacó de golpe de sus pensamientos. Miró el reloj: 8:41 p. m. ¿Quién podría ser a esa hora? No esperaba visitas. No había pedido nada. Caminó hasta el intercomunicador y respondió.
—¿Sí?
—Tienes un sobre en recepción. Sin remitente —dijo la voz del portero. Era el mismo tono monótono de siempre, pero esta vez le pareció inquietante.
Bajó con el corazón acelerado. El ascensor le pareció eterno. Cuando llegó, el portero ya había dejado el sobre sobre el mostrador de seguridad. Era idéntico al anterior: marfil, sin nombre, sin dirección de origen. Solo su nombre, “Aydee”, escrito con la misma caligrafía redonda y firme.
Subió con el sobre apretado contra el pecho. Esta vez, lo abrió en la cocina, de pie, bajo la tenue luz cálida que colgaba sobre la encimera. Sacó la hoja con manos temblorosas. No era larga, pero cada línea era una carga emocional.
Aydee, esta es tu segunda advertencia.
No será fácil. Él es orgulloso, tú también. Pero hay algo más profundo que no verás si solo reaccionas.
No lo empujes. No le cierres la puerta tan pronto. Si lo haces, perderás lo único que te haría feliz de verdad.
P.D.: Si dudas de mí, revisa el café que tomarás mañana a las 9:12 a. m. — el barista te entregará una señal.
El papel temblaba entre sus dedos. Lo releyó tres veces. No era solo una advertencia emocional. Ahora había una predicción precisa. Una hora exacta. Un lugar implícito. ¿Cómo alguien podría saber eso? ¿Qué tomaría café? ¿A qué hora? ¿En qué lugar?
Aydee pasó la noche dando vueltas en la cama. Cerraba los ojos y veía la mirada de Dioel. Abría los ojos y veía la carta. Todo parecía salirse de su control. Lo que más la inquietaba no era la carta en sí… sino que su instinto comenzaba a creerla. Y eso, para alguien como ella —racional, estructurada, metódica—, era lo más peligroso.
A la mañana siguiente, salió de casa más temprano que de costumbre. No podía concentrarse. Llevaba el estómago revuelto, las ojeras marcadas, y una tensión en la nuca que no se le quitaba ni con la ducha caliente.
Al llegar a la oficina, algo dentro de ella la impulsó a cambiar la rutina. En lugar de ir directo a su escritorio, cruzó la calle hacia el pequeño café que solía frecuentar solo de vez en cuando, cuando necesitaba un respiro. Era acogedor, con paredes de ladrillo expuesto, luces tenues y aroma a vainilla y canela.
Miró su reloj. 9:11 a. m.
El lugar no estaba lleno. Solo tres personas en fila. Avanzó con lentitud hasta el mostrador. El barista era un joven de cabello rizado y sonrisa fácil, uno que ya la había atendido antes.
—¿Tu capuchino de siempre? —preguntó él, con tono amable.
—Sí, por favor —respondió, intentando sonar tranquila.
Cuando él le entregó la bebida, le guiñó un ojo y dijo:
—Hoy va por la casa. Alguien lo pagó antes que tú. Dijo que sabrías quién fue… con el tiempo.
Aydee se quedó inmóvil.
Sintió un hormigueo recorrerle la espalda. Sujetó el vaso de cartón con ambas manos como si necesitara anclarse al presente. Quiso preguntar quién había sido, si era hombre o mujer, si dejó algún mensaje… pero no le salieron las palabras. Solo asintió levemente y salió del local.
Al cruzar la calle, su corazón iba desbocado. Miró el cielo, como si allí pudiera encontrar alguna respuesta. Era un día claro, azul intenso. Todo parecía igual. Todo, excepto ella.
Ya no podía negarlo.
Alguien sabía más de su vida de lo que debería. Y no era cualquiera. Era alguien que conocía sus horarios, sus decisiones, sus impulsos. Alguien que hablaba con la certeza de quien ya había vivido lo que ella aún no.
Y ese alguien… la estaba guiando, paso a paso, hacia Dioel.
Esa tarde, mientras escribía un informe con la taza de capuchino ya vacía a su lado, Aydee pensó algo que no se atrevió a decir en voz alta:
¿Y si soy yo misma quien está escribiendo desde el futuro?
El problema era que, si así fuera, entonces no solo debía creerle a la carta.
Editado: 03.05.2025