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- C A M -
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~ Presente ~
No puedo creer que acepté hacer esto, me quejé mentalmente a pesar de que muy en el fondo ya estaba resignado a esa serie de infortunios en la que se había convertido mi vida.
Observé a mi objetivo con curiosidad y envidia, sintiendo que estaba cometiendo una reverenda idiotez al seguirlos en un lugar como ese con el plan de abordarlos por temas de negocios.
Caí muy bajo... Pero ya que estoy aquí, debo hacer que valga la pena, me dije y reacomodé las solapas de mi traje. Lo habían hecho a mi medida, pero de pronto sentía que se había encogido entorno a mis extremidades.
Regresé mi atención a los Dryden, vi cómo Alexander posaba su brazo en el espaldar del asiento de su esposa y le susurraba cosas al oído que la hacían reír. Parecían estar en una cita, en lugar de una competencia de deletreo de sus hijos, así que no pude evitar preguntarme cómo era que algunas familias tenían tanta felicidad y otras tan poca. En su caso particular (desde un punto de vista objetivo) podía decir que parecían habérsela llevado toda.
Seguí observando a Alexander Dryden con cierto retintín, envidiando la forma en que abrazaba y le susurraba cosas al oído a su esposa, haciéndola sonreír dulcemente.
Vi cómo su esposa le besaba la barbilla y le susurraba de regreso por otros cinco largos minutos de tortura, hasta que las maestras sobre el escenario invitaron a la pareja Dryden, mis posibles inversionistas, a fotografiarse con sus hijos.
No me perdí la forma en que Alexander Dryden invitó a una pequeña niña pelinegra a unirse a ellos en la segunda fotografía.
La niña se movió hacia ellos con timidez, pero el pequeño Dmitri no dudó en tomarle la mano y acercarla a él como si fueran compinches de toda la vida. Ella se sonrojó rehuyéndole la mirada y a mi me dio mucha curiosidad en cuanto vi su perfil.
Estaba lejos, pero algo en lo que lograba ver de sus rasgos me parecía familiar.
—¡Muy bien, excelente! Ahora es la oportunidad de la pequeña...—la maestra siguió anunciando en el micrófono y vi cómo la pequeña pelinegra se alejaba de los Dryden para acomodarse detrás del pequeño podio con micrófono que habían decorado para los participantes—. La primera palabra para esta pequeña e inteligente soñadora es...—los redobles inundaron el interior del auditorio y mi corazón repiqueteó a su ritmo sin razón alguna—“Sopa”. Repito: Sopa.—vociferó la maestra a través del micrófono y vi cómo los ojos de la pequeña brillaban con determinación plateada cuando se inclinó hacia el micrófono decorado con letras y medallas de oro.
—Eze, ó, pé, á... So-pa.—vocalizó con toda la seguridad que podía reunir su lengua de trapo, pero de pronto una expresión de lo más tierna se adueñó de su rostro—¡ááá-chus!—terminó con el estornudo más dulce que había visto en mi vida y reí sin poder contenerme. Uno de sus lacitos se torció por el movimiento brusco y, para mi asombro, sentí que eso sólo la hacía parecer más dulce de lo que ya se veía.
Un hilo invisible tiró de mi pecho con fuerza, y de la nada me encontré inclinándome hacia adelante, deseando ver de cerca esos rasgos preciosos en ese rostro de muñequita.
¿Cuál era su nombre? Me lo había perdido por estar distraído mirándola.
—¡Salud, cariño!—vocalizó su maestra a través del micrófono y las personas comenzaron a aplaudir—. ¡Bien, ahora la siguiente palabra!—anunció y se escucharon más redobles—. “Papá”. Repito: Pa-pá.—agregó la mujer y yo me incliné aun más hacia adelante, sintiendo que algo inexplicable tiraba de mi hacia el frente.
Vi a la pequeña apretar los labios en una línea casi imperceptible y luego soltar un suspiró tembloroso.
—Pé, á, pé, á—deletreó con vocecita temblorosa y yo sentí un nudo en la garganta al escucharla.
—¡Excelente, princesa! ¡Ahora, la última palabra!—anunció la maestra y de nuevo escuché los benditos tambores—. ¡Perro! Repito: Perro—todo en lugar de sumió en un silencio incómodo cuando la pequeña luchó por contener un puchero, como si estuviese a punto de llorar.
Sin ningún tipo de explicación, algo visceral me sacudió y me hizo levantarme del asiento. Bajé rápidamente por el pasillo y me quedé de pie frente al escenario del auditorio como el tonto redomado que era.
No sabía por qué quería llorar, pero iba a ayudarla.
Lo que sea que necesitara, lo haría con tal de quitarle la tristeza.
Clavé mirada en su rostro y algo sacudió mi alma con fuerza cuando logré verla mejor.
Su cabello negro ondulado brillaba gracias a las luces del escenario, tenía las mejillas regordetas más tiernas que había visto en mi vida y sus ojos... Esos ojos, por Dios, pensé sintiendo un cosquilleo en mi piel.
Yo conocía ese rostro.
Lo había visto por años en el espejo.
No podía parar de escanear todos sus rasgos. Tenía demasiadas pestañas; largas y tupidas... Pero lo más llamativo era el contraste que hacían con el color de sus ojos.