No podía parar de escanear todos sus rasgos. Tenía demasiadas pestañas; largas y tupidas... Pero lo más llamativo era el contraste que hacían con el color de sus ojos.
Iridiscentes, tan plateados que me encandilaron el alma.
De pronto me vio y su rostro se llenó de asombro igual que el mío.
Oh, Dios, pensé sintiendo más cosas de las que había sentido en toda mi existencia.
Ella volvió a luchar con un puchero y yo le sonreí suavemente, intentando tranquilizarla.
P-E-R-R-O, gesticulé, intentando ayudarla.
La inteligencia brilló en sus ojitos hermosos y ella entendió al instante.
—Pé, é, ede, ede... Ó. Pe-do—susurró suavemente contra el micrófono, sin despegar su mirada de la mía.
Plateado contra plateado, conociéndose por primera vez como si no tuvieran ningún tipo de lazo que las uniera.
Sus ojitos brillaron alegres cuando todos comenzaron a aplaudir y yo le sonreí orgulloso, sintiendo que había hecho algo bien.
Esos ojos, pensé obnubilado.
—Iguales a los míos—susurré mientras seguía bebiendo sus rasgos.
Jamás había pensado en tener hijos, pero si alguna vez llegaba a tenerlos y se parecían a mi, estaba seguro de que se verían exactamente como ella, porque esa niña era idéntica a mí de pequeño.
Mismos ojos, mismas mejillas, mismo cabello... Misma expresión ceñuda.
¿Y si...?, comencé a preguntarme y luego negué.
—No, imposible—susurré pero, como si el destino estuviese decidido a convertirme en nada más que polvo, ella apareció de la nada en el escenario.
Ella.
La mujer de mis pesadillas, caminó en el fondo del escenario como si fuera un fantasma que había venido expresamente a atormentarme después de tantos años.
—¡Ahora una foto con su mamita que la ama mucho! ¡Digan piñaaa!—canturreó la profesora a través del micrófono y mi mundo tal y como lo conocía cambió para siempre.
¿Su mamá?
Todo a mi alrededor se detuvo.
Lo primero que noté fue el cambio en su rostro; se veía más adulta, más seria e incluso un poco frívola. La forma redondeada se había ido de su rostro, en su lugar habían unos pómulos altos que la hacían aún más guapa de lo que la recordaba.
Todo en mi interior se estuvo cuando noté como su cuerpo también había cambiado. Tenía más curvas de las que recordaba haber adorado, eran curvas más marcadas y peligrosas. Curvas en las que un hombre como yo podía morir a gusto, si tan sólo tuviera la oportunidad de nuevo.
Se veía increíble y encima estaba usando unos pantalones de vestir que solo aumentaban mi tortura visual.
Era un crimen que usara ese tipo de pantalones con tantas personas y niños viendo. Conmigo viendo.
Mientras seguía bebiéndola con la mirada, noté cómo ella, la mujer que nunca pude olvidar y la razón por la que no podía tocar a nadie más, se acercaba a la pequeña y la abrazaba con una gran sonrisa y los ojos llorosos.
—¡Sonríe para la foto, lindura!—chilló la maestra que tenía mariposas pegadas en su atuendo y yo posé mi atención en la niña de nuevo.
Su sonrisa me golpeó con el peso de mil ladrillos.
No era una sonrisa fácil...
Era de esas que comenzaban en la esquina de la boca y se extendían poco a poco hasta convertirse en una sonrisa completa.
Idéntica a la mía.
La pequeña miró a la cámara y abrazó a su mamá con una gran sonrisa, haciendo que mi mundo se detuviera por segunda vez en menos de cinco minutos.
No tenía ni una rasgo de Amy.
Ver eso casi me arranca un sollozo del fondo del pecho.
Es mía, concluí sin necesidad de pensarlo más.
Esa pequeña era innegablemente mía, una Veenstra sin duda alguna.
La certeza de los errores que había cometido en el pasado me golpeó con fuerza.
Hasta ese momento de mi vida creía que no había conocido el amor, pero, si existía, tenía esos ojos y esa sonrisa que había heredado de mi.
—¡Mami, viniste!—chilló emocionada la preciosura de ojos plateados y yo sentí como si me hubiesen dado un puñetazo directamente en las bolas.
Su voz, por Dios.
—Amy—llamé con voz ronca, totalmente impactado.
Ella levantó la mirada justo a tiempo para conectarla con la mía antes de que el público estallara en otra ronda de aplausos.
Tuve solo unos segundos para ver su miedo y tristeza antes de que me mirara con dureza, confirmando mis temores.
Esa pequeña es mía.
Amy tuvo a mi hija.
El tiempo comenzó a moverse a la velocidad de la luz cuando la vi acercarse a la maestra de los cintillos llamativos para susurrarle algunas palabras cortas en el oído.