Finales de agosto
En una soleada mañana de septiembre, a las puertas de un hotel céntrico de Barcelona, paseo mi mirada por el medio centenar de personas que hay tumbadas a mi alrededor. Están desnudas y salpicadas de pintura roja simulando sangre, participando así en una manifestación en contra del uso de pieles de animal.
Estamos aquí porque sabemos que en este hotel se han congregado varios empresarios que utilizan pieles en sus líneas de ropa, y como protesta, toda esta gente se muestra de esta índole. Yo solo acompaño a mi amiga Elena; aunque, sobre mi vestido de tirantes, también voy manchada de pintura, igual que ellos. Al final, no he podido escaquearme.
Voy haciendo fotos con mi móvil hasta que veo cómo un policía se nos acerca. Nos informa de que van a desalojar este espacio y necesita que cooperemos. Como nadie se mueve durante la siguiente media hora, el agente nos advierte de que lo harán a la fuerza. En cuestión de minutos y como salidos de la nada, aparecen policías preparados para todo. Empiezan a separar uno a uno los cuerpos, que se vuelven inertes ante la intención de la Policía de sacarlos de aquí.
Paso como puedo entre varios de los manifestantes hasta llegar a mi amiga.
—Vamos, Elena, que la cosa está poniéndose fea.
—Aún no, espera.
Al ver que sin ningún escrúpulo están sacándolos, empiezan a gritar llamando asesinos a las personas que llevan, utilizan y comercian con las pieles, originando con ello que maten animales.
El asunto está caldeándose por momentos, así que, sin miramientos, cojo a Elena del brazo y la arrastro hacia mí.
—Elena, vámonos, o al final nos atizarán con la porra.
Y como si yo misma hubiera dado la orden, esto se convierte en una batalla campal. Algunas de las personas que están a nuestro alrededor intentan ayudar a los manifestantes y se enfrentan a la Policía, pero también hay detractores que se lanzan hacia nosotros. Digo «nosotros» porque, con mi pinta, yo también formo parte de ellos, y aunque estoy a favor del motivo de esta protesta, no me apetece mucho que me apaleen.
Por fin, Elena se levanta y avanza detrás de mí. Un gran revuelo, junto con algún que otro empujón, se monta a nuestro alrededor, hasta que logramos encontrar un hueco entre la gente que nos lleva justo a la entrada del hotel, donde estaba hace unos minutos.
Un policía que está repartiendo a diestro y siniestro se acerca a nosotras y le da con la porra a las piernas a Elena, quien grita de dolor y cae de rodillas frente a mí. Me encaro y le grito al policía, insultándolo con rabia por lo que ha hecho, pero hace caso omiso y se gira hacia otros manifestantes. Mientras intento levantarla del suelo, veo de nuevo acercarse al mismo policía. Me mira fijamente parapetado tras su casco. Yo lo desafío con la mirada; algo absurdo en este momento, pero es lo único que puedo hacer. No hace uso de la porra, solo se limita a empujarme. Sin embargo, lo hace tan fuerte que me desplazo hacia atrás sin control sobre mi cuerpo, lo que provoca que pierda totalmente el equilibrio.
Cuando creo que irremediablemente voy a caer de espaldas al suelo, alguien me sujeta. Ese alguien me levanta sin esfuerzo y me gira hasta tenerme frente a él.
Unos ojos oscuros me atraviesan.
Con su mano en mi espalda aprisionándome contra su cuerpo, logra que, solo con su tacto, su olor y esa forma de mirarme, mi cuerpo arda en décimas de segundo. De pronto, parece que a mi alrededor solo esté él. Estoy tan embobada mirándolo que no escucho nada. Es como si el tiempo se hubiese detenido.
—Este no es lugar para una signorina —dice con voz autoritaria, acompañando su orden con un gesto serio.
De esta forma, despierto y vuelvo a la realidad. Despacio, me aparto de él y lo miro de arriba abajo. Es guapo, muy guapo, pero al hablar me da la sensación de que va un poco de sobrado, quizá hasta prepotente. Tiene el pelo negro, rapado por los lados y más largo por arriba, echado hacia atrás. Eso hace que las facciones de su rostro se vean más marcadas. Lleva un traje azul oscuro que le queda perfecto y una camisa blanca que hace destacar su piel morena. Es delgado y, por lo que he podido tocar al agarrarme, puro músculo.
Se gira hacia un hombre que está a su izquierda y hablan entre ellos, pero no entiendo nada; primero, porque hablan bajito y, segundo, porque lo hacen en italiano. Tras cruzar esas palabras, el otro hombre coge con delicadeza en brazos a mi amiga como si fuera una pluma. La pobre aún estaba intentando levantarse del suelo. El que está frente a mí, sujeta mi mano y, caminando a paso rápido, me arrastra hasta una calle paralela al hotel. Una vez que nos detenemos, el hombre que tiene a mi amiga en brazos la baja muy despacio, preguntándole a
su vez algo que ella contesta. Yo, sin perder de vista sus ojos, aprecio cómo le sonríe, cosa que me hace sonreír a mí también.
Me quito la pequeña mochila que llevo a la espalda para sacar la ropa de Elena. Mi amiga no tiene ningún pudor en ir desnuda. Su cuerpo delgado y casi perfecto es una alegría para la vista; aun así, prefiero que se cubra. Y ella, con una lentitud pasmosa, va vistiéndose mientras le explica al hombre el porqué de la sentada.
Cuando me giro, veo que el que me ha rescatado de una buena caída está de espaldas a nosotros. Me río. Creo que no soy la única a quien le incomoda el hecho de que Elena vaya desnuda.