Mia dolce Gina

3

 

 

 

 

 

Amanece mientras aterriza el avión en Pisa. El vuelo ha sido magnífico, sobre todo los últimos minutos, en los que he podido apreciar el maravilloso paisaje de esta tierra. Sonrío al recordar la conversación que tuve anoche con Giuseppe por teléfono. Pude descubrir lo pronto que lo saco de quicio, y eso me parece de lo más divertido. Discutimos porque decidí alquilar un coche para moverme por la Toscana. Y, por lo visto, herí su orgullo de anfitrión. En este caso ganó él, pero solo porque yo quise que lo hiciera, aunque disfruté bastante oyendo su profunda voz con un cabreo monumental.

Salgo del pequeño aeropuerto y ya lo tengo frente a mí, con su impoluto traje negro, corbata y camisa gris oscuro. Eso, unido a sus facciones marcadas y su penetrante mirada, hace que el estómago me dé un vuelco. Esto va a ser más complicado de lo que imaginaba.

Cuando me acerco y le ofrezco mi mano a modo de saludo, él la coge suavemente para besarla sin dejar de mirarme. Uf, esto va de mal en peor; vuelvo a estremecerme.

—¿Has tenido un buen vuelo?

—Sí —le digo sonriendo, gesto que me devuelve dejándome ver su perfecta dentadura.

Girándose hacia el coche, le hace una señal al mismo hombre que estaba con él en Barcelona en la puerta del hotel, y este sale del automóvil.

—Te presento a Filippo. Él es, entre otras muchas cosas, mi chófer, y estará a tu disposición siempre que lo necesites.

Su mirada es distante y de respeto.

—Hola, Filippo, ¿te acuerdas de mí? —Como no dice nada, insisto—: Sí, hombre, la perroflauta.

Noto cómo Giuseppe se tensa y Filippo está en modo «Tierra, trágame». Estoy segura de que Giuseppe lo ha informado de quién soy. Sin embargo, por su cara, intuyo que no pensaba que iba a recordárselo de esa forma.

—Sí, le pido disculpas —dice en un correcto castellano.

—No hace falta que lo hagas. Soy yo la que te da las gracias por salvar a mi amiga. Por cierto, Elena te envía recuerdos.

Bueno, en realidad lo que me dijo claramente fue: «Si ves a mi salvador buenorro, dile que la próxima vez que nos veamos le dejaré que me haga hijos».Así es ella: clarita como el agua.

Asiente sin decir nada, pero me ha parecido ver un atisbo de sonrisa en su serio semblante. Coge mi maleta mientras Giuseppe abre la puerta trasera para que entre. Después, se sienta junto a mí. Durante el corto trayecto, me informa de la agenda del día: cosas que necesito verificar para mi trabajo y otras que no había incluido pero que me parecen correctas.

—Por cierto, me he permitido la libertad de cambiar tu hotel por otro de nuestra propiedad. Está más cerca y es mucho mejor.

No quiero hacer desaparecer esa sonrisa por ahora, así que asiento.

—No sabía que tenías hoteles, y puedo asegurarte que sé mucho de ti. —Me pongo roja sin querer. Mierda—. Quiero decir..., de tu patrimonio.

—En realidad, no son míos. Son de mi madre. Tiene dos en la zona de la Toscana que supervisa personalmente.

—¿Y tu padre?, ¿también se dedica a la hostelería? —De golpe, baja la mirada y su expresión se vuelve triste, muy triste. Pongo mi mano sobre la suya—. ¿Qué pasa, Giuseppe? Perdona si he preguntado algo que no debía.

Scusami, fue un regalo de mi padre a ella, y el hecho de que él falleciera hace apenas un año...

—Oh, lo siento mucho. —Aprieto su mano con gesto cariñoso.

Grazie.

Acaricia mi mano y su expresión vuelve poco a poco a ser sonriente, así que la aparto, no sin antes percatarme de lo mucho que me gusta su contacto.

Llegamos a nuestro destino, que no es otro que un pequeño edificio donde están las oficinas de la empresa de Giuseppe, en Livorno. Subimos en el ascensor hasta la cuarta planta. Nada más salir, me encuentro frente a la recepción. Tras un mostrador enorme de cristal opaco hay una mujer de quizá unos cincuenta años, morena y con el pelo corto.

Buongiorno.

Buongiorno, signora Bayona.

Giusepe pasa con un simple saludo, pone su mano suavemente en mi espalda para indicarme el camino y andamos por un amplio pasillo hasta llegar a su despacho. Al entrar, veo un gran espacio rectangular rodeado de unas cristaleras que lo hacen muy luminoso. A la derecha, una mesa que debe ser de Giuseppe. Giro mi vista a la izquierda y me encuentro un sofá blanco que divide otro espacio donde hay otra mesa, pero esta es mucho más grande.

Giuseppe descuelga el teléfono que hay sobre su mesa.

—Giovanna, per favore, puoi chiedere di portare la colazione? —Cuelga y me mira sonriendo tras pedir que me traigan el desayuno—. Supongo que tendrás hambre.

—Sí, no he desayunado nada, gracias.

Giuseppe va hacia la gran mesa.

—Ven. Si quieres, puedes dejar tus cosas aquí. —Me acerco y saco el portátil de mi maletín con ruedas—. Trabajaremos aquí si te parece bien.

—Por mí, perfecto.

Este hombre me tiene cautivada. A nivel profesional, sabe perfectamente la forma en la que debe enfocar todo lo que voy diciéndole. Cuando no está de acuerdo con lo que le expongo, me lo dice abiertamente. Además, lo razona de una forma que me hace pensar en otra opción, y eso no lo consigue cualquiera. Tengo que reconocer que es un tío muy inteligente. No me extraña que tenga una de las empresas más rentables de Italia, aunque ahora no esté en su mejor momento. Lo único que me molesta es que no me quita el ojo de encima. Está pendiente de mí en todo momento, como si fuera a romperme, y su amabilidad me parece excesiva.




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