Me acerqué al ataúd para comprobarlo por mí mismo. Me negaba a aceptarlo. «Imposible», me dije.
Me abrí paso entre la multitud, asustado por la expectativa del cadáver en el féretro.
Entonces lo vi. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Era cierto.
Mis abuelos se acercaron y pusieron sus manos en mi espalda.
—Vamos —me dijeron.
Yo los seguí.
Era cierto. Como ellos, yo también estaba muerto.
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