Chao frunció el ceño.
La idea se le clavó en la mente como una astilla bajo la piel: pequeña, invisible, pero imposible de ignorar.
Podía sentirla ahí, palpitando detrás de sus pensamientos, infectando sus certezas.
Su rostro cambió.
La furia que lo encendía desde hacía minutos comenzó a resquebrajarse, deslizándose hacia la duda como una mueca involuntaria.
No le gustaba ese sentimiento. La duda.
Prefería la rabia.
La rabia lo hacía fuerte. La rabia lo mantenía enfocado.
Pero Shixed lo había tocado en el centro.
—¿Dónde quedó la soberanía? —preguntó ella con voz firme, sin elevarla un ápice. No necesitaba gritar. Su calma era una cuchilla afilada—. Piénsalo, Chao. ¿Por qué alguien que no es un Aberrante querría tanto poder sobre el miedo? ¿Por qué estudiar tanto la psique? ¿Por qué fabricar una toxina que simula nuestras habilidades, que trata de imitarlas, duplicarlas controlarlas?
Hizo una pausa breve, precisa.
»¿Por qué haría todo eso, si no fuera por envidia?
El silencio que siguió fue distinto.
Más pesado. Más cruel.
Como si incluso el viento se negara a respirar.
Solo se oía el golpeteo seco del aire contra las ventanas, como un eco lejano de algo que ocurría afuera, porque dentro, todo estaba congelado.
Chao bajó la mirada.
Sus hombros dejaron de moverse. Su pecho apenas se alzaba. Su respiración era lenta, rígida. Esa verdad lo atravesó sin piedad.
Como una flecha que no sangra por fuera, pero que lo vacía por dentro.
—No —murmuró. Apenas audible. Apenas una palabra. Pero en esa palabra temblaba todo su mundo—. Parker no me envidia.
Shixed sonrió. No era una sonrisa dulce. Tampoco cruel.
Era la sonrisa de quien ha presenciado una grieta abrirse en una armadura demasiado perfecta.
—No te preocupes, Chao —dijo, dándose media vuelta con lentitud, su voz más suave que antes, pero no por compasión. Por claridad—. La envidia no se ve desde adentro. Te corroe en silencio. Pero desde aquí —señaló hacia la ventana, sin siquiera mirarlo— se ve clarísima.
Como una sombra que nunca se despega del suelo. Chao no respondió. Ni se movió. Se quedó ahí, en medio del cuarto.
Los hombros tensos.
Los puños cerrados.
Los labios apretados con una presión que parecía doler.
Su respiración era lenta, densa. Como si algo dentro de él —algo que llevaba años sosteniéndolo— se hubiera quebrado en silencio.
Shixed no miró atrás. No necesitaba hacerlo. Ya lo había dicho todo. Las luces del techo parpadearon una vez. Solo una. Pero fue suficiente para que, por un segundo, la sombra de Chao proyectada contra la pared ya no pareciera del todo humana.
Era más larga. Más deformada.
Más monstruosa.
Y tal vez, por primera vez, Chao la sintió también.
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El bar se encontraba más vacío que de costumbre. Era malo para los números, pero bueno para que Reggie y su par de amigos lograran tener el bar para ellos solos.
Las luces de neón del bar parpadean. Las sillas estaban vacías y era normal, un día jueves era un día muerto para ellos, pero debían abrir en caso de que tuvieran algún comensal.
El olor a cigarrillo y licor flota por el aire como el polen en la primavera.
Guyana entra por la puerta, no se logra escuchar el azote de la puerta contra la pared al abrirla. Guyana se acerca a Reggie con pasos lentos y decididos. A diferencia del otro bar, su música estaba más baja. Este era increíblemente más grande, pero su decoración tan oscura y de luces de neón era la misma.
Los guardaespaldas toman sus armas y los ponen al aire apuntando cada una a la cabeza de Guyana. Incluso los hombres que se encontraban sentados se ponen de pie mientras Reggie continuaba sentado con su mirada llena de despreocupación.
Esto no detuvo a Guyana, él continuaba caminando, acercándose cada vez más a Reggie Montez, el jefe de la mafia.
Reggie lo mira con desinterés, encendiendo un cigarro con movimientos lentos y calculados.
—Bajen esas armas, se van a lastimar —ordena Reggie a sus hombres y todos obedecen.
Si embargo, se mantienen de pie, alerta.
Si viniste a pedir crédito —Reggie sin mirarlo, enciende el cigarro—, mejor date la vuelta.
No vine a pedir —Guyana, mirándolo sin parpadear—. Vine a ofrecerte algo que ni tú puedes comprar.
Los ojos de Reggie se levantan con pereza, pero se afilan en cuanto reconoce a Guyana. Conoce su reputación. Sabe que no es un cualquiera.
Había escuchado que el chico maravilla se había alejado de Lebanon, pero no pensaba que estaría en esta ciudad.
—Ah, Guyana, ¿no? —Reggie inhala el cigarro con lentitud—. Creí que eras más listo que esto. No se entra a la cueva del lobo a menos que quieras que te muerdan.
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Editado: 02.06.2025