Mid [#2 Aberrantes]

Capítulo 60 - Esto es todo

Guyana agarró a Parker del cuello de la camiseta y lo obligó a incorporarse con una sola mano. Sin mediar palabra, le propinó un puñetazo directo al rostro. Luego otro. Y otro. El sonido sordo de los golpes reverberaba por toda la bodega. No se detenía. Golpeaba con una furia cruda, desatada, hasta que sus propios nudillos comenzaron a sangrar.

Chao, inmóvil, se mordía el labio con fuerza. Cada golpe retumbaba también en su interior. Sabía que debía intervenir... pero una parte de él, una oscura y primitiva parte, quería dejarlo ser.

Parker, con la cara cubierta de sangre, soltó una sonrisa torcida. Le brillaban los ojos, como si estuviera satisfecho. Como si estuviera orgulloso del monstruo que había ayudado a forjar.

Nadie en el grupo se movía. Nadie se atrevía.

Chao seguía de pie, viendo cómo su hermano —Cooper— observaba todo sin levantar un dedo, como si aquella escena le produjera una retorcida satisfacción. A su lado, Shixed se mantenía en guardia. Tenía la mirada fija en Chao, preparada para detenerlo si decidía romper el equilibrio.

Phemphit, por su parte, luchaba contra su propio límite. Logró levantar la caja metálica con ambas manos y, con un grito contenido, la arrojó al otro extremo de la bodega con un estruendo que sacudió el suelo. La fuerza sobrehumana que habitaba en ella era evidente, pero en sus ojos solo había preocupación.

Murphy seguía tendido en el suelo, gimiendo de dolor, mientras la tensión alcanzaba un punto insoportable.

—¡Co… Guyana! —gritó Phemphit mientras volaba hacia él.

Guyana no respondía. Estaba poseído por algo más que rabia.

Solo cuando la mano de Phemphit se posó suavemente sobre su hombro, el mundo pareció detenerse. Guyana se congeló. La respiración agitada, los puños aún apretados... pero por fin se detuvo. Como si ese simple gesto, cálido y humano, fuera suficiente para romper el trance.

Su respiración era entrecortada y sentía su corazón acelerado. Debía parar, la ira lo estaba dominando.

Lo dejó caer al suelo como un muñeco de trapo.

Ya no reía, lo único que había en su rostro eran moretones.

Guyana se detuvo un momento para respirar con calma intentando relajar los latidos de su corazón.

El tiempo parecía detenerse, ya que nadie se movía, incluso Murphy había parado de lamentarse.

Guyana tomó a Parker por su muñeca y lo arrastró al barandal más cercano. Tomó sus esposas y lo encadenó en el conductor de hierro.

Esto había terminado, tenía que darse la victoria.

Chao liberó la mentes de los matones de sus pesadillas.

—Murphy —Dijo Phemphit despertando a todos de sus asimismo.

Todos los miembros del grupo se acercaron a Murphy.

Chao no podía creer lo que estaba viendo. Era un charco de sangre y sus piernas habían perdido su forma. Eran planas, elásticas, casi como fideos.

El rostro de Murphy había perdido color, sus labios estaban resecos y morados. Sus ojos cerrados.

De no ser por el pulso de su cuello, cualquiera pensaría que había muerto.

—¡Tenemos que ayudarlo! —decía Phemphit desesperada—, ¡Va a morir si no hacemos algo!

Guyana se arrodilla junto a Murphy, apretando su mandíbula.

No te atrevas a rendirte, Murphy —decía Guayana en voz baja—. Vamos a sacarte de aquí.

—Vamos —Shixed se acercó más al círculo y vio a Chao, casi preguntándole si iba a ser parte de este grupo—, todos.

Chao asintió.

Shixed cerro los ojos y creó una sombra bajo sus pies, qué se fue expandiendo en forma de óvalo.

Chao le dirigió una última mirada a su hermano.

Parecía que Parker también lo estaba observando. Quizás con desilusión, con desagrado o con lamento. A medida que se iban hundiendo en el mar de sombras, Chao asintió en su dirección, dándole un último adiós.

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De regreso en la Torre, el silencio pesaba como una losa sobre el equipo. El zumbido constante de las máquinas médicas apenas lograba amortiguar el golpe de la realidad: habían logrado salvar la vida de Murphy, pero no sus piernas.

Tendido en la camilla, pálido y agotado, Murphy mantenía la mirada fija en el techo blanco e indiferente. Su voz, apenas un susurro rasgado, quebró el aire:

—¿Entonces… esto es todo? ¿Me acabé aquí?

—No —dijo, con voz grave—. Claro que no, amigo.

Sus palabras no eran una promesa vacía. Había fuego en ellas, una determinación que el resto del equipo no tardó en absorber. Nadie se rindió. No allí. No ahora. En medio del dolor, comenzaron a construir un nuevo propósito.

Desde un rincón en penumbra, Chao observaba en silencio. Ya no era un visitante, ni un enemigo a medias. Era uno de ellos.

Más tarde, el sol comenzaba a colarse por las altas ventanas de la Torre, tiñendo de ámbar las paredes metálicas. Chao se acercó a una de ellas y se detuvo frente al cristal, contemplando el horizonte que aún ardía con cicatrices del caos reciente. Su silueta, solitaria y quieta, se recortaba contra la luz.




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