Miedos Irracionales

PRIMERA PARTE

¿Saben qué es un miedo irracional? Existen diversos miedos que controlan nuestra mente en tanto somos expuestos a nuestras más entrañables fobias; muchas veces lidiamos con ellas pero con un malestar tan terrible que nos paraliza, aunque sabemos que el temor no tiene ningún sentido.

Ese no es mi caso —aunque posiblemente vayan a creerlo al principio—, pero cuando conozcan la razón de los hechos, entenderán de qué forma, todos los miedos tienen un propósito en nuestras vidas.

Cuando era niño —tal vez seis o siete años— mi temor más profundo e irracional era la casa de mi abuela. Sus paredes estaban desteñidas de una horrorosa pintura desconchada, los techos  tenían varios descuidos de humedad y algunas habitaciones de madera estaban mohosas y deslustradas. Pero lo que erizaba mi vello de niño al entrar, era el hedor añejado de anciano, de polvo y moho mezclarse en mis fosas, asquerosamente.

Tenía un jardín descuidado en el fondo también, las hierbas crecían sin impedimento alguno y unas horribles criaturas parasitarias abundaban sin dejar el paso de nadie.

Durante años crecí con el temor de visitar a mi abuela, puesto que además nunca la consideré una ancianita común; siempre exponía una sonrisa deslumbrante que desfiguraba todo su rostro, unos enormes ojos negros enmarcaban sus expresiones y su voz… tan impostada, ficticia que me daba escalofríos oírla hablar.

Tal vez suene demasiado anormal temerle a una anciana y mucho más el rostro de tu propia abuela materna, pero este sentimiento que atolondraba mi pecho era incontenible y molesto; irracional.

Recuerdo que cada vez que íbamos a verla, ella se comportaba tan extraño conmigo, inclusive había momentos en que simplemente permanecía en silencio, con los codos sobre la mesa o bien, tejiendo interminables bufandas; observándome fijamente.

Esos profundos y oscuros ojos negros fijos y atentos a mi respiración; luego sonreía asintiendo con la cabeza, como si tuviese lapsus en los que se perdía a sí misma en algún sitio.

Mi madre siempre defendía su comportamiento, decía que estaba senil, su pareja por otro lado simplemente se quejaba de que estaba demente.

Realmente nunca conocí a mi padre, y tampoco alcancé a profesarle algún tipo de cariño a las parejas de mi madre, puesto que solo permanecían una temporada con ella; como es de cómoda la brisa fresca en verano, te provoca escalofríos en invierno. Mi madre era una amante empedernida.

Un día, mientras estábamos tomando el té en el comedor con mi madre, oímos un gemido de dolor desde el sótano. El sonido fue amortiguado por una especie de golpe. Recuerdo haber observado a mi madre para confirmar lo que había oído, pero de su expresión solo resultó un encogimiento de hombros de lo más normal.

Como esa ocasión, resultaron muchas otras de lo más extrañas y paralizantes —para un niño, es lógico perturbarse con eventos de este tipo. A veces oía a la anciana pasearse por los pasillos de su casa cuando nos quedábamos a dormir; se quitaba su camisón quedando en cueros y caminaba acariciando las paredes mohosas murmurándoles cosas que no comprendía.

Una ocasión me perturbó lo suficiente como para no volver a coincidir con ella a solas. Ocurrió una tarde, anochecía y mi madre cocinaba en la cocina tranquilamente cantando una canción; al principio la veía natural, pero luego comprendí que con su voz intentaba tapar la de la anciana en el pasillo.

Como dije antes, la voz impostada de la anciana me sonaba muy extraña, pero en ese momento murmuraba cosas bastante llamativas para un niño curioso como lo era yo. Recuerdo haberla encontrado charlando como siempre frente al espejo, con un reflejo de lo más peculiar.

Ella notó mi presencia a través del espejo y se giró hacia mí dándole la espalda al espejo en una sonrisa perturbadora, pero aquello no se acercó en lo más mínimo a como lo era su reflejo aterrador aún frente al espejo, sonriéndome burlonamente.

Jamás pude olvidar esa ocasión, sus enormes ojos negros y sonrisa perversa aún me siguen paralizando de adulto; incluso pensarla me revuelve el estómago.

Por supuesto se lo conté a mi madre pero de su expresión solo brotó un encogimiento de hombros y una frase que me golpeó duro durante toda mi vida: “Los niños tienen tanta imaginación”.

Quizás sí tenía razón en ese momento, ¿pero por qué como adultos nunca sabemos interpretar esa imaginación? Tal vez ignore a veces a mis hijos con sus tontas historias de monstruos que le susurran en las noches desde el armario, pero, ¿y si en verdad han visto ese monstruo?




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