La segunda pareja de mi madre la había abandonado y ella se hallaba tendida sobre el colchón una vez más, deshecha en lágrimas. Lo recuerdo muy bien porque esa noche la anciana no me dejó dormir con sus murmullos a las paredes, además de que construyó una nueva pared que dividía la sala —tan absurdo como se oye—, interrumpiendo el paso.
A pesar de que la veía tan miserable a mi madre llorando, no me acerqué a ella, consciente de que pronto alguien nuevo golpearía a la puerta llamando su atención. Mientras tanto, la casa de la anciana parecía sumirse en un ambiente más o menos decente, con pocas interacciones de ella y un ambiente pacífico y sin perturbaciones paranormales.
Hasta el momento en que mi madre conoció a su nueva pareja de temporada; la anciana volvió a aparecerse desnuda hablando por los pasillos y perdiéndose en breves lapsus de tiempo con miradas fijas y perturbadoras.
Esta última pareja era un tanto colérica, recuerdo que discutían mucho y a veces se volvía violento. No duró mucho en casa, pero recuerdo que el tiempo en que permaneció con nosotros, lo dedicó a criticar y violentar la conducta antipática de la anciana, que en ese tiempo se apresuró a construir una segunda pared paralela a la que dividía la sala.
A noche en que finalmente se fue luego de una espantosa pelea en la sala, mi madre y la anciana se desvelaron hasta el día siguiente para acabar la segunda pared en construcción. Ella parecía menos perturbada que otras veces, la anciana en cierto punto la ayudó a superar ese desaire amoroso.
Aunque su pareja no fuese realmente amable con ella.
Y como si se tratara de una especie de actividad saludable para superar amoríos, cada vez que mi madre peleaba una noche y la abandonaban; ella y la anciana construían una nueva pared, imposibilitando el paso adecuado por la estancia.
Pero ella estaba mejor al día siguiente y sus llantos no eran tan constantes como antes.
Así era cada temporada y el ambiente era tan inconstante y perturbador que me sentía atrapado en una especie de laberinto luego de algunos años. Cada construcción terapéutica quitaba una porción de espacio de la antigua casa de la anciana, mientras que se agregaba una nueva e ilógica construcción; que pronto adquiría el mismo moho y hedor añejado del resto de la casa.
Tenía catorce años cuando realmente pude establecerme con una de las parejas de mi madre; el hombre era deportista, competitivo y con una gracia de lo más contagiosa. Su humor era un tónico para la oscuridad sombría que abundaba entre las paredes del laberinto en el que se había convertido la casa de la anciana.
Salíamos más a menudo, compartíamos la pasión por los deportes y nos instruía a mí madre y a mí en la competición sana. Era un hombre decente con ambiciones reales que nos alegró por la temporada que estuvo con nosotros.
Hasta una noche en que lo oí discutir con mi madre, era la primera vez que sucedía y él no parecía enojado, más bien… asustado por alguna razón.
Los gritos de la anciana me sonaban escalofriantes y de amenaza; no comprendí lo que sucedía hasta la mañana siguiente cuando al salir de mi alcoba, una nueva pared frente a mí me golpeó la nariz y un leve quejido sonó en el pasillo que fue interrumpido por golpes en la puerta.
Mientras la anciana tejía una bufanda interminable, la policía atosigaba de preguntas a mi madre en la dividida sala de estar. Recuerdo haber oído preguntas como dónde estaba su pareja, de qué trató la pelea que los separó y cómo se conocieron.
Nunca antes había venido la policía a preguntar cosas como esas; pero no se me hizo extraño en lo absoluto, puesto que no estaba de humor para pensar en algo como eso. La única figura que podría haber adoptado como paterna había huido como los demás, resultando tan parecido a todos los desastres violentos de antes.
Por los siguientes dos años solo me sentí abatido y abandonado, así como lo hacía mi madre cada vez que alguien huía de su vida; la comprendí mucho más entonces al verme implicado en ese malestar. Sufrir el dolor de ser abandonado es algo difícil de explicar, pero quizá se veía más influenciado por el hecho de que ya no tenía esa protección por su parte que me impedía temerle a la anciana y su extraña casa de laberinto.
Cada habitación se hacía cada vez más estrecha, albergando mucha más oscuridad que antes, imposibilitando el tránsito y haciéndose perturbador el caminar por las noches hacia el baño sabiendo todos los estrechos pasillos que tendría que atravesar.
La misma eventualidad continuó creciendo durante años, parejas iban y venían mientras más extensos y perturbadores se volvían los pasillos.
Me tenía aterrado pero al adquirir los años pude deshacerme del hostigamiento de las paredes mohosas y pintura despellejada, compré una linda casa en la misma ciudad y hallé una esposa tan gentil y honesta con la que me casé meses más tarde.
Continuaba visitando a mi madre y a la anciana, el menor tiempo posible, claro, puesto que la casa continuaba creciendo en magnitud y laberintos problemáticos conforme mi madre perdía a sus parejas.
Recuerdo que la primera vez que les presenté a mi esposa —tanto a mi madre como a la anciana—, estas me sonrieron de una forma que jamás antes vi; fue una expresión agria que deformó sus rostros, perversa y a la vez ansiosa.
Mi esposa estaba perturbada por lo que solo nos retuve una hora en el interior de la casa antes de regresar a la nuestra. Les juro que era una buena mujer, cariñosa, fáustica y con un humor maravilloso para los chistes. Tuve dos hijos hermosos con ella que me inundaron el alma de felicidad.
Nunca me sentí más feliz en mi vida. Pero entonces, las cosas entre mi esposa y yo comenzaron a salir mal, exactamente en el momento en que la anciana enfermó y la visitábamos más a menudo para ayudar a mi madre con la tarea. Fue entonces cuando comencé a ver cómo mi esposa, la mujer más risueña que conocí, mostró su lado más agrio.
Editado: 19.10.2020