El sonido de las gaviotas despertó a Luna al día siguiente, filtrándose por la ventana entreabierta de su habitación. Se estiró perezosamente bajo las sábanas, recordando el día anterior y el paseo con Marco. Había algo en él que la hacía sentir curiosa y cautivada, y la idea de pasar otro día explorando el pueblo en su compañía la llenó de una extraña emoción.
Bajó a la cocina, donde su madre ya estaba preparando el desayuno. Los olores de café recién hecho y tostadas llenaban el aire.
—Buenos días —dijo su madre con una sonrisa—. ¿Dormiste bien?
—Sí, muy bien —respondió Luna, sirviéndose un vaso de jugo—. Ayer conocí a un chico en la playa. Se llama Marco, y me mostró algunos lugares del pueblo.
—¡Qué bien! —exclamó su madre—. Me alegra que estés conociendo gente. Este cambio no ha sido fácil para ninguna de las dos, pero estoy segura de que aquí haremos nuevos amigos y crearemos buenos recuerdos.
Luna asintió, aunque en el fondo todavía sentía una leve resistencia al cambio. Pero Marco había sido una agradable sorpresa, y estaba dispuesta a darle una oportunidad al pueblo.
Después de desayunar, Luna decidió salir a caminar. No pasó mucho tiempo antes de que viera a Marco esperándola en el mismo lugar donde se habían encontrado el día anterior.
—Hola, madrugadora —la saludó Marco con una sonrisa despreocupada—. ¿Lista para seguir explorando?
—Por supuesto —respondió Luna, sonriendo mientras ajustaba su sombrero para protegerse del sol.
Caminaron juntos por las calles empedradas del pueblo, disfrutando de la tranquilidad de la mañana. El aire era fresco, y el sol apenas comenzaba a calentar el día. Marco la llevó a un pequeño café escondido en una esquina, donde se sentaron en una mesa al aire libre con vista a la plaza central.
—Este es uno de mis lugares favoritos —dijo Marco, tomando un sorbo de su café—. Puedo sentarme aquí por horas, viendo a la gente pasar.
Luna asintió, observando a su alrededor. El lugar tenía un encanto antiguo, con sus mesas de madera y su decoración rústica. A medida que las horas avanzaban, la plaza comenzaba a llenarse de vida: niños corriendo detrás de palomas, vendedores ambulantes instalando sus puestos, y turistas sacando fotos de los edificios coloniales.
—Es un buen lugar para desconectar —comentó Luna—. En la ciudad, siempre hay tanto ruido y movimiento. Es agradable estar en un lugar donde el tiempo parece ir más despacio.
—Eso es lo que me gusta de aquí —respondió Marco, sonriendo—. Puedes tomarte tu tiempo, disfrutar de las pequeñas cosas. No tienes que estar siempre corriendo de un lado a otro.
Después de terminar sus bebidas, Marco la guió hacia uno de los rincones más ocultos del pueblo: un pequeño parque lleno de árboles frondosos y flores de colores. En el centro del parque había una fuente antigua, rodeada de bancos de piedra. Luna se sentó en uno de los bancos, sintiendo la frescura del lugar.
—Este parque es un pequeño oasis —dijo Marco, sentándose a su lado—. No mucha gente lo conoce, así que siempre está tranquilo.
—Es hermoso —murmuró Luna, observando cómo el sol filtraba sus rayos a través de las hojas, creando un juego de luces y sombras en el suelo.
Pasaron un rato en silencio, disfrutando de la paz del lugar. Luna se sentía cada vez más a gusto en la compañía de Marco, y aunque todavía no sabía mucho de él, había algo en su presencia que la hacía sentir tranquila.
Sin embargo, a medida que el día avanzaba, Luna comenzó a notar pequeños detalles que le hicieron pensar que Marco no era tan despreocupado como aparentaba. Había momentos en los que su mirada se perdía, como si su mente estuviera en otro lugar, y cuando Luna le preguntaba algo personal, él esquivaba la pregunta o cambiaba de tema.
Una tarde, mientras caminaban por la playa, Luna decidió abordar el tema directamente. Se detuvieron cerca del agua, y ella miró a Marco con seriedad.
—Marco, ¿puedo preguntarte algo?
—Claro —respondió él, volviéndose hacia ella.
—¿Por qué eres tan reservado cuando hablas de ti? —preguntó Luna, sintiendo una mezcla de curiosidad y preocupación—. Me has mostrado tantos lugares y hemos hablado de muchas cosas, pero cuando se trata de ti, parece que siempre estás guardando algo.
Marco la miró en silencio por un momento, su expresión se tornó más seria de lo habitual. Luego, suspiró y miró al horizonte.
—No es que quiera guardarme cosas —dijo finalmente—. Es solo que... algunas cosas son difíciles de compartir. Pero no quiero que pienses que no confío en ti. Es solo que hay cosas de mi vida que no son fáciles de explicar.
Luna sintió un nudo en el estómago. Podía ver la sinceridad en los ojos de Marco, pero al mismo tiempo, no podía evitar sentirse preocupada por lo que él podría estar ocultando.
—Entiendo —dijo en voz baja—. Pero si alguna vez necesitas hablar, estoy aquí.
Marco la miró, y por un momento, pareció que iba a decir algo más. Pero en lugar de eso, simplemente asintió y sonrió levemente.
—Gracias, Luna. Lo aprecio.
El silencio que siguió no fue incómodo, pero estaba cargado de una tensión que ninguno de los dos sabía cómo aliviar. Finalmente, Marco sugirió que continuaran caminando, y Luna, aunque todavía intrigada, decidió dejar el tema por ahora.
Pasaron el resto del día explorando más del pueblo, pero la conversación en la playa quedó en la mente de Luna. Había algo en Marco que la intrigaba profundamente, algo que no lograba comprender del todo. Sabía que, aunque él era amable y abierto en muchos aspectos, había un lado de él que permanecía oculto.
Cuando el sol comenzó a ponerse, Marco acompañó a Luna de regreso a su casa. Se despidieron en la puerta, y mientras él se alejaba, Luna no pudo evitar preguntarse qué secretos guardaba Marco, y si algún día estaría dispuesto a compartirlos con ella.
Al entrar a su casa, Luna se dio cuenta de que, a pesar de las preguntas sin respuesta, no podía evitar sentir que se estaba acercando a Marco. Había algo en su compañía que la hacía sentir menos sola en este nuevo lugar, y aunque sabía que el camino por delante no sería fácil, estaba dispuesta a seguir descubriendo lo que San Isidro y Marco tenían para ofrecerle.