Mientras el mundo duerme

Capítulo 34: Nuestras memorias

Narrado por Matthan

Desde que puedo recordar, las personas están bañadas por colores. Mucho antes de fijarme en sus expresiones faciales o en sus palabras, los estudiaba, esos colores que emanaban de ellos. En mis años de infancia, pensaba que todos eran capaces de verlo, hasta que supe que no era de esa manera.

Mi inseguridad viene de saber que algo no está bien en mí, y nunca lo ha estado. Que la normalidad por la que tanto lucho tener, se me escapa como agua dentro de los dedos. Algo no es normal en mí, por más que trate de negarlo.

Si fuese un hombre común y corriente, no pudiese estar haciendo esto a voluntad. Despertando en la habitación en la que mi cuerpo continúa durmiendo, lo puedo ver, tendido allí con Irene a su lado dedicándole una mirada de preocupación.

Esta vez no tiene una pestaña en su mejilla para acercarme a su cara, e igual lo hago. Me gustaba estar cerca de su cara, cerca de cuerpo, porque la luz que envuelve a Irene, es la más radiante y pura que he sido capaz de ver en mi vida.

Le he mentido sin descanso en ello. Lo he estado haciendo desde que la vi en persona por primera vez. Ella está envuelta por un blanco pristino, incorrupto e inmaculado. Es un color que no ha sido alterado o contaminado. Tan puro que provoca devorarlo y poseerlo.

—Mía… — escucho que una voz susurra a mis espaldas.

Me dirijo a la puerta buscando la fuente del sonido, y al salir no está la sala que debería estar, sino el patio de esta casa. También veo a un gato negro caminando con tranquilidad por la grama, hasta escalar por el portón e irse. Lo sigo, atravieso por ése para nuevamente no encontrarme con lo esperado.

Estoy en una playa al atardecer. Las ansias por poder encontrarla me aprisionan los sentidos.

—¿Agatha? ¿Agatha? — grito — ¡Mamá!

Mis pasos no son errantes, porque puedo observarla a ella. Está allá a la distancia caminando al lado de una mujer joven. Ninguna me escucha, pero al detenerse ambas a hablar, puedo distinguirlo mejor, esa mujer tiene rastros de ella. De la luz de Irene. Aunque no es ella. Ojos verdes, estatura baja, no es la Irene que conozco, aun así, tiene rastros de ella en su cuerpo.

También lo percibo, como un niño pequeño va corriendo feliz a los brazos de Agatha. Ella le sonríe encantada mientras que la otra mujer lo mira con algo de miedo. No es de gratis, lo hace porque el niño se le queda mirando directamente, sin pestañear, apreciando.

Apreciando los rastros de ese blanco perfecto que hay en su cuerpo, en ese envase. Lo sé porque soy yo, ese niño soy yo, pero no recuerdo nada de esto pasarme. Nada de ello, aunque parece más un recuerdo que un sueño.

—Mía — vuelvo a escuchar esa voz.

La puedo identificar, viene del niño, ese niño en brazos de mi madre que es el único que se ha dado cuenta de mi presencia.

—¿Quién es tuya? — le pregunto.

Él me señala con su pequeña mano a mis espaldas.

Al voltear, en medio de la arena hay una puerta de madera.

—¿Agatha está allí? ¿La real? — cuestiono.

El niño no me responde, ni me sigue mirando, se dedica a incorporarse de nuevo en la interacción con las dos mujeres. No sigo perdiendo el tiempo, me dirijo a abrir la puerta frente a mí.

Esta vez ingreso en una sala sucia con un terrible olor. Pilas de basura hay en los rincones, y en el suelo está una mujer siendo pateada por un hombre drogado, así me lo dice su apariencia.

—¡ESE BEBÉ DEL DEMONIO NO HA ABIERTO LOS OJOS TODAVIA! ¡HAZ ALGO MALDITA PERRA!

Los gritos del hombre me hacen enfocarme en la cuna maltrecha donde hay un bebé en una muy mala condición. Puedo ver cómo sus huesos resaltan por su piel, y cómo el pañal que lleva puesto debió ser cambiado hace mucho. El bebé tiene hambre, tiene frío y siento que está olvidando las palabras. Palabras importantes para éste.

Hasta que algunas personas interrumpen por la entrada mencionando que son policías, más atrás Agatha vuelve a aparecer en este recuerdo. Este recuerdo que puedo identificar como mío al verla sosteniendo al bebé y llorar.

—Cuando crezcas un poco más, caminaremos juntos por la playa, veremos todas las noches películas, y te enseñaré que el exceso de sal es malo para la salud. Te protegeré y te amaré el resto de mi vida también. Nunca más estarás solo. Te lo prometo — asegura esta.

—Soy yo. Ese niño soy yo, así fue que Agatha me conoció — digo comprendiendo a dónde va esto.

Tengo que pasar por detrás de todos los presentes para dirigirme a la nueva puerta que me está llamando. Esa también la atravieso. Esta vez estamos en un mejor lugar. Uno que sé reconocer con más facilidad y tranquilidad, la sala de la casa en la que crecí.

Agatha está de nuevo conmigo, aunque esta vez debo tener tres años o menos. Mi yo infantil está dibujando en la mesa.

—¿Qué dibujas, cariño? — pregunta esta.

—Es lavanda — responde concentrado en su tarea.

—¿Sabes qué es eso siquiera? — sonríe mi madre.

Una planta perenne y aromática perteneciente a la familia Lamiaceae — responde en voz infantil.

—¿Dónde aprendiste eso? — menciona algo preocupada.

—Lo leí de ese libro — dice señalando varios libros en la mesa.

Agatha no puede disimular su inquietud y preocupación al abrir una de las enciclopedias.




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