03/11
—Hola, buenas noches.
—Oh, ¡Hola, niña bonita! —saludo alegremente la recepcionista y dueña del lugar. Una señora de unos cuarenta años, muy coqueta. Le sonreí sin despegar mis labios.
—¿Puedo dejar esto por aquí? —mencioné, mirándola a los ojos.
—Oh... claro, cariño, ¿Otra vez con problemas en casa? —Salió de detrás del mostrador y caminó hasta quedar frente a mí—. ¿Qué te pasó, querida? —dijo, horrorizada al ver mi rostro. El golpe y apretón que me dio mi madre, estaba convirtiéndose en un hematoma.
—¿Puedo pasar con mi abuela?
—Solo diez minutos y... no la pongas nerviosa.
—No, tranquila y gracias.
Asintió y yo decidí ya no perder tiempo en la recepción e ir al cuarto de mi abuela materna, Beatrice. Ella estaba en un geriátrico hacía ya unos cuantos años. Cuando falleció mi abuelo Leonardo años atrás, ella no quería vivir sola y tampoco estaba en condiciones, así que decidió ir con nosotros, yo tenía unos once años, solo estábamos Elián, que era super pequeño y yo pero, en ese entonces, mis padres discutían más seguido que ahora y mayormente terminaban a los golpes. Fue mi propia abuela la que decidió internarse acá y creo que fue lo mejor para ella.
Golpeé la puerta número "8" y al escucharla darme permiso para entrar, lo hice. Su rostro se iluminó al verme y creo que el mío igual. Ella estaba sentada en un sillón individual que estaba al lado de la ventana, la cual ella tenía decorada con varias macetas en su borde.
—¡La mia fiorellina! —expresó, poniéndose de pie.
Al llegar a ella, la abracé. Creía en los abrazos sanadores porque ella era quien los daba y eran los mejores. No dudo en corresponder.
—¿Cómo estás, abue?
Rompió el abrazo y por alguna razón, me sentí vacía. Ella inspeccionó mi rostro y negó con la cabeza, su mirada tenía un brillo extraño. La miré, suplicando que no preguntara sobre eso.
—¿Has comido? —Me dio la espalda, volviendo al lugar de antes—. Toma asiento, tesoro. —Señaló con la mirada el sillón individual que estaba frente al de ella.
—Eh... sí, abuela. —Mentí.
—Que mala sos mintiendo, Ari querida.
Mi abuela era la única persona capaz de descubrir cuando mentía. Ella siempre me sacaba la ficha.
—Comeré algo en casa de Thomas.
Me dejé caer en el sofá color café, mirándola. Su pelo, color gris por las canas, estaba recogido por un prolijo rodete; sus ojos color avellana y pequeños por la edad; su tez blanca, que me heredo; sus chanclas con medias, rotas en el talón características de ella; su pantalón liviano color negro y una remera roja que le regale la primera vez que trabaje. Quería guardar su imagen en una fotografía pero, ella las odiaba, tanto como yo odiaba mi mente enferma, cada vez que volvía a tomar los medicamentos, mi mente se reiniciaba y siempre temía olvidarme de ella.
—Ese chico no me gusta, es un pendejo cheto que piensa que se las sabe todas —artículo, frustrada.
—Abuela, no seas así. —Solté una risa.
—Al menos te hago reír, como me hace reír la cara de Thomas.
—Ay, abue.
—Bien, si me pase. —Levantó los brazos, fingiendo rendirse.
—Su padre no lo trata muy bien, por eso es así.
Chasqueo la lengua.
—No justifiques pero, ya. No quiero hablar de ese chetito. —Suspiró—. ¿Cómo están los niños?
—Bien, quiero creer.
—¿Y la desgraciada de tu madre?
—También.
—¿Estás tomando tus medicamentos?
—Mamá me los tiro y cuestan una fortuna así que, no.
—Sabes bien que no podes dejar de tomarlos, ¿Cuánto te falta? Te daré el dinero —afirmó, poniéndose de pie.
—No, abue. Es como pagar tres veces este lugar.
Detuvo sus pasos y la escuché tragar saliva.
—Lo siento mucho, cariño. Me da tanta rabia no poder hacer nada por ustedes —expresó con la voz quebrada.
—Ya podré comprarlos, abu, tranquila, ¿Si? Voy a trabajar.
Llevó una de sus manos a su rostro y supe que estaba llorando. Me puse de pie rápidamente y fui hacia ella, abrazándola.
—¿Cómo lo harás, querida? Es imposible y... —Su voz se cortó.
Mi corazón se rompió, como otras miles de veces. Respiré profundo.
—No me dejarán venir más si te ven llorando, abue.
Dicho eso, la puerta se abrió, dejando ver a la señora de recepción. Mi abuela se limpió rápidamente las lágrimas.
—Otra vez vos, que pesada —bromeo Beatrice.
—Si te encanta verme, señora drama.
—Señora usted, yo apenas tengo cincuenta y tres años, soy una señorita.
Sí, era, dentro de todo, joven pero, sus problemas de salud no le permitían mantenerse sola.
Las tres reímos al escuchar las ocurrencias de mi abuela.
—Bueno, me alegro que hayan podido verse pero, debes irte, Ari. Es hora de dormir.
—Que aguafiestas, si recién comienza la noche.
—Qué ocurrencias, abuela. —Deposite un corto beso en una de sus mejillas—. Vendré pronto y... —Me acerqué a su oreja— te traeré chocolate amargo.
—¡Sí! —chilló, emocionada—. Nos vemos, la mia fiorellina. ¡Te amo!
—Yo también te amo.
Deposite un último beso en su frente y con la señora de recepción, nos fuimos de allí. Debería preguntarle su nombre en algún momento. Tomé de recepción mis cosas y después de intercambiar pocas palabras con la señora, me fui. Estaba colocándome el casco cuando recibí un mensaje.
Guarde el celular en mi mochila del Instituto. La única que me había tirado mi madre a la calle, junto con algunas prendas de ropa dentro y la demás en el césped que, desafortunadamente, tuve que dejar porque no tenía donde llevarlas. Abroche el casco, subí a la moto.
Editado: 22.11.2024