En la actualidad. Cuatro años antes…
«La única persona que tenía en el mundo ha muerto.»
No podía dejar de repetir esa frase en mi cabeza, mientras veía descender el ataúd de mi madre hacia el que sería su último hogar, donde ya no podría verla nunca más. Era la única en ese lugar, y aun así, no era capaz de pronunciar las palabras en voz alta. Me aterraban.
Estaba completamente sola otra vez.
Había intentado mantenerme fuerte, no derrumbarme a pesar de que vi todo el mundo caerse a pedazos durante los últimos seis meses. Pero eso era sin lugar a dudas, el punto culminante de la desgracia. El clímax de la tragedia en que se había convertido mi vida. Sin embargo, casi podía escuchar la voz de mi madre diciendo que dejase la autocompasión y comenzara a planear mi siguiente movimiento. La vida sigue, diría ella.
El problema era que por más que quería verlo de esa forma, me resultaba imposible. No quería guardarme las lágrimas para la almohada, no quería hacer como si no estuviera pasando nada. La mujer que me acogió en su casa cuando estaba totalmente sola en el mundo, acababa de morir. Y durante seis largos meses la vi sufrir por culpa de una enfermedad que nos tomó totalmente desprevenidos y que nadie supo explicar. Le supliqué por mucho tiempo que se hiciera estudios, pero ella, tan terca como era, no se dignó jamás a hacerlos. Estaba tan enamorada de su trabajo que su comportamiento rayaba lo obsesivo, así que no tenía tiempo para preocuparse por su salud o por ella misma en lo absoluto.
Mantuve las lágrimas a raya hasta que se fueron todos sus conocidos. Marissa tenía una reputación que mantener, aún después de muerta; debía demostrarle a todo el mundo que era fuerte, que ella me había enseñado a ser fuerte. Durante algunas horas observé desfilar ante mí a un sinnúmero de individuos en ropa negra, acercándose a susurrar sus condolencias y lo apenados que estaban por la pérdida de mi mamá. Personas con las que solía compartir en el trabajo, socios, algunos de sus contactos. Nadie que yo conociera a fondo o con quien mantuviese una relación estrecha. Mamá era una persona muy agradable, se ganaba muy rápido a las personas, pero también era solitaria. Supongo que eso fue lo que la llevó a adoptarme ocho años antes, cuando yo misma ya había perdido todas las esperanzas. Los niños de siete u ocho años no suelen ser los más buscados, la gente quiere bebés… pero supongo que Marissa Lovelace no tenía tiempo para esas cosas. La imaginaba mirando a todas estas personas congregadas allí, dándole el último adiós, con esa expresión de desaprobación en la cara que solía tener cada vez que algún detalle arruinaba su trabajo prolijo, aquella mueca que yo intentaba evitar a toda costa, mientras espetaba “La gente se muere, supérenlo".
Pensar en eso, en su carácter tan especial y difícil de entender al principio, recordando los momentos en los que se suavizaba sin saberlo y mostraba su parte más vulnerable, fue lo único que me mantuvo firme mientras observaba la lápida que proclamaba que allí descansaba su cuerpo. Y que dejaba entrever los años que estuvo en esta tierra…, le faltaba mucho por vivir. No era justo.
Incluso moverme me asustaba, era como si al salir de ese lugar fuese a romper la burbuja que me tenía apartada de la realidad, la que me mantenía segura. Sentía que salir de allí, de ese lugar tan desolado y silencioso, tendría el impacto que no tuvo ver su cuerpo tendido en el ataúd durante la Misa de cuerpo presente, o ser testigo de cómo echaban tierra en su tumba. Saliendo de allí, su adiós sería real.
Nunca me ha gustado decir adiós.
Respiré profundamente y me dije a mí misma que yo podía con esto. Que había lidiado con cosas peores y que este no era el fin del mundo. Quizás no fuese una Lovelace de sangre, pero había sido criada los últimos ocho años de mi vida como una, debía honrar el nombre. Hacer que mi madre se sintiera orgullosa. Con paso lento, salí del cementerio. No había nadie esperando para acompañarme porque ella no tenía más familiares y Matías estaba tan abatido por la pérdida que no podía salir de su casa. Yo era la única que quedaba. Tal vez eso fue lo que hizo que me escogiera a mí entre tantos niños. En lo más profundo estaba segura de que Marissa sabía lo sola que me sentía y que me había sentido siempre. Quizás incluso compartía el sentimiento. Fuese lo que fuese, siempre habíamos tenido una conexión especial, como si en alguna otra vida hubiésemos sido parte la una de la otra como si nos hubiésemos conocido, por muy absurdo que eso sonase.
Caminé sin un rumbo fijo, ahora mismo no quería pensar en nada, ni estar cerca de nada que pudiera recordarme la vida a la que debía volver después de esto. Aquella donde siempre había sentido que perdí algo, y que lo buscaba sin saber por dónde empezar. La brújula que perdió el norte, que probablemente nunca tuvo uno.
Andando en silencio me di cuenta que había llegado hasta el parque. Normalmente siempre estaba lleno de gente, pero era un miércoles por la mañana, los niños seguían en la escuela, aunque por la hora no faltaba mucho para que cobrase vida de nuevo. El viento mecía de forma sutil los columpios, y el sonido del trinar de los pajaritos era la única música de fondo para todos los pensamientos sombríos que me atormentaban. Busqué la banca más alejada de la vista y me desplomé. Como un acto reflejo, mis manos fueron a parar al dije de estrellas que colgaba de mi cuello. Mamá me lo obsequió el día que me llevó a casa, eran dos estrellas de plata suspendidas una sobre la otra, colgando de una cadena muy fina y delicada. Nunca me lo quité desde entonces. Por alguna razón, aquella simple pieza de joyería me daba una profunda calma, me hacía sentir menos sola. Quizás era únicamente la necesidad que tenía de aferrarme a algo para sentirme segura, no lo sé. Pero con ella me sentía de esa forma. Tenía presente que allá afuera en el mundo, alguien me amaba.