Mientras las estrellas te hablen de mí

III

Enamorarse era sencillo.

 

Pero no la clase de sencillez que no implicaba ningún esfuerzo, que hacía parecer que las cosas no tenían ninguna clase de valor. No. Era sencillo porque ni siquiera tenía que pensarlo, era la reacción natural, la más lógica. La única que tenía sentido. No era algo que daba por sentado pero era algo que sabía que me pertenecía porque yo lo escogía cada día.

 

Enamorarse de ella era tan fácil como recordar mi nombre o reconocer el rostro de mi hermano. Como dibujar constelaciones o ayudar con sus tareas a mamá. Como el destino que perseguía mi corazón todas las veces que se preguntaba a dónde debía ir ahora. Era el norte de mi brújula.

 

Mientras me debatía en una lucha donde la inconsciencia y la lucidez se jugaban mi cuerpo trémulo y a punto de desfallecer, todo lo que podía hacer era intentar rememorar su rostro, con el terror paralizante que me producía saber que ahora mismo podía recordarlo pero en unas cuantas vueltas al sol más, eso ya no sería posible. Porque aunque quisiera aferrarme con uñas y dientes a la imagen nítida que preservaba con tanto mimo mi mente, algún día las crueles garras del olvido intentarían arrebatármela y cada día que pasara su poder sobre los resquicios donde se escondiera en mi cabeza, sería mayor. Me habían prometido que el olvido era débil, que nuestra especie era inmune, que el solo podía vernos desde fuera y anhelar ser parte de nosotros. Pero no era cierto, absolutamente nada era cierto y toda la fe que alguna vez había sentido se desvanecía.

 

¿Cómo podía prepararme para algo que pensé que jamás pasaría? Todo lo que me quedaba era este instante. Este momento donde el dolor físico se equiparaba con el dolor que sentía en el pecho por culpa de ese monstruo que aprisionaba mi corazón y apretaba mi garganta. Y no había bálsamo alguno para aliviar las heridas que no eran visibles, solo me quedaba el consuelo de su recuerdo pero recordarla me hacía pensar que algún día en un futuro cercano iba a olvidarla. La cura era parte del mal.

 

Solo quería desaparecer porque ya no podía más, pero si lo hacía soltaría lo último que me quedaba de ella.

 

No podía más, no podía más, no podía más. No había salida, no había nada que evitara este dolor.

 

En algún punto tuve que perder la conciencia por completo porque ya no se escuchaban mis aullidos de dolor o los gemidos de angustia que Adeline había intentado acallar haciendo que su magia calmara un poco el dolor por las manos amputadas.

 

Ahora despertaba en casa, la de mi infancia, la que vio todo lo bueno que podía pasar en la vida. Y yo era un adolescente, y Kessley entraba corriendo a buscarme porque había encontrado algo nuevo que enseñarme en las estrellas. Le encantaba pasarse la noche entera observando el cielo, nombrando a las constelaciones y contándome historias. Y yo podía pasar días completos escuchándola sin cansarme. Esta vez estaba emocionada porque había descubierto una nueva, una que parecía un triángulo y unía dos estrellas.

 

—Una para ti y una para mí —me dijo con la sonrisa radiante que la caracterizaba—. Así siempre que mires el cielo, las estrellas te recordaran a mí.

 

No era necesario que le dijera que eso ya era de esa forma. Que las estrellas me susurraban su nombre todos los días, que si tuviesen un lenguaje y yo lo pudiera comprender, probablemente ese sería su risa. No podía decirle nada de eso, estaba más concentrado en evitar mirarla más tiempo del apropiado, en no delatarme a mí o a las ganas inmensas que tenía de besarla.

 

Me la había pasado fantaseando con el momento idóneo para hacerlo. ¿Qué mejor que allí en su lugar seguro mientras observábamos las estrellas? Pero cada vez que intentaba tomar valor, todo lo que pasaba es que me acobardaba aún más.

 

—¿Por qué esperar que las estrellas me recuerden a ti, cuando estás justo aquí a mi lado? —le pregunté. Ella me miró con una sonrisa amplia y la expresión de alguien que esconde un secreto.

 

—Porque quiero que siempre, sin importar lo que el destino pueda traer, ellas te guíen a mí. Nos guíen el uno al otro para encontrarnos.

 

Me preguntaba si eso significaba que ella también me quería. Si acaso era posible que todos los sentimientos que ardían en mi pecho cada vez que la veía fueran reflejados en el espejo de su alma. No quería hacerme ilusiones, después de todo, Kessley era la princesa menor, era tan inalcanzable como las mismas estrellas.

 

Miré la nueva constelación que había descubierto y a nuestras estrellas. Me juré a mí mismo que no olvidaría este momento sin importar qué.

 

—Me gusta como piensas. Te propongo nombrarlas —se me ocurrió de repente—, será como nuestra clave, la contraseña para encontrarnos. —Ella estaba muy feliz, lo pensó un instante y luego se acercó a susurrarme ambos nombres al oído. Sonreí—. Me encantan. Entonces, uno será para ti y el otro para mí.




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