Ese día llegué tarde. No por tráfico. No por sueño. Por miedo.
Me senté en la esquina, donde el sol no toca. Donde nadie pregunta. Donde el silencio pesa menos.
El profesor hablaba. Yo no escuchaba. O sí, pero solo a medias. Como quien se sumerge en agua turbia y deja que las palabras se ahoguen solas.
Y entonces lo dijo. La tarea. Escribirle a alguien que ya no está.
No reaccioné. No podía. Era como si me hubieran pedido abrir una tumba con lápiz y papel.
Los demás tomaban notas. Yo solo tomaba aire. Y lo soltaba lento, como si eso bastara para no llorar.
Pensé en ti. En tu voz. En tu ausencia. Y en lo injusto que era tener que convertirte en ejercicio escolar.
Desde ese momento supe que no iba a escribir para cumplir. Iba a escribir para sobrevivir.
Trazo a trazo. Letra a letra. Hoja a hoja. Como quien sangra sin hacer ruido.