La luz dorada de una tarde de octubre se filtraba entre los olivos centenarios de Torrealmazara. Bajo la copa retorcida del más viejo, una mesa rústica ofrecía copitas azules de cata, pan de pueblo y otras viandas. Daniel, de cuarenta años, auditor de calidad y catador experto, había organizado allí una cata de AOVE. Aspiró el aire cálido y terroso mientras los visitantes se acomodaban. Sonrió y empezó a explicar las peculiaridades de aquel olivo centenario y del aceite que iban a probar. Antes de seguir, vio que el más joven del grupo, un niño de siete u ocho años, se había alejado de sus padres y correteaba alrededor del tronco. Descubrió un hueco en la base del olivo y, riendo, se metió como en una cueva. Al verlo desaparecer en la oscuridad, a Daniel se le heló la sangre. Aquella imagen lo llevó treinta años atrás, a un caluroso final de verano de 1982.
Tenía solo siete años. La furia ciega de su padre borracho le heló la sangre; entendió que esta vez iba a matarlo. El polvo flotaba en hilos dorados en el aire quieto. Ya le había abierto la ceja y la espalda con la hebilla del cinturón, y un puñetazo le partió el labio. Le pitaba el oído de la última bofetada y tenía sabor a sangre en la boca cuando vio a su padre tomar aliento. Sin pensarlo, aprovechó ese respiro y salió corriendo descalzo por la puerta trasera.
Sus pies levantaron polvo en el patio mientras huía hacia los olivares, con el corazón desbocado. Tras él, el grito furioso de su padre retumbó entre los troncos retorcidos.
—¡Daniel! ¡Ven aquí ahora mismo, que vengaaas! —bramaba la voz a su espalda, áspera y cargada de odio—. ¡Como te coja, te mato, te juro que te mato!
El niño no se atrevía a mirar atrás. Conocía bien esa furia: desde que su madre murió, cada noche su padre se emborrachaba y cada botella que estrellaba contra el suelo anunciaba que el monstruo despertaba. Pero nunca le había pegado con tanta saña como en aquella tarde sofocante de agosto de 1982. Ese día, solo y asustado, sintió por primera vez que no sobreviviría. Con los pulmones ardiendo, corrió al olivar. La camisa se le pegaba a la espalda, sudor o sangre, quizá ambas. Tropezó con una raíz y cayó, raspándose las rodillas. Contuvo un gemido. A diez metros vio su olivo: viejo, de tronco ancho, con un hueco oscuro entre las raíces. Su refugio de siempre. Se arrastró hasta él, el corazón desbocado, apenas viendo por las lágrimas y el sudor. Se metió justo cuando oyó los pasos tambaleantes de su padre. Se hizo un ovillo, tapándose la boca para ahogar el llanto.
—Sé que estás ahí, cabroncete... —la voz grave y rasposa de su padre sonó más cerca, llena de veneno, a pocos olivos de distancia—. ¿Crees que no te voy a encontrar? ¡Sal ya de donde estés!
Cada palabra venía con el crujido de tierra y hojas bajo sus botas y el tintineo del cinturón listo para seguir con la paliza. Daniel cerró los ojos con fuerza, deseando desaparecer. El olor de la corteza le llenaba la nariz, la madera áspera le rozaba los brazos mientras se encogía contra el tronco, repitiendo en su mente: por favor no, por favor no... Entonces ocurrió. Oyó un quejido hondo, casi humano, que parecía venir del tronco. La madera crujió y vibró tras su espalda. Abrió los ojos en la penumbra y creyó ver cómo las raíces se acomodaban, cerrando el hueco hasta dejarlo en completa oscuridad. Inmóvil, contuvo el aliento. Sentía su pulso retumbar en los oídos y, mezclado, otro latido más grave y lento: ¿era su imaginación, o el viejo olivo tenía corazón? Afuera, los pasos de su padre se acercaron tanto que oyó su respiración jadeante. Tembló, esperando ser atrapado, pero los pasos pasaron de largo.
—¡Maldita sea, Daniel, sal! —gritaba su padre, ahora con un matiz de desconcierto oculto tras su furia —. Sé que por aquí hay un olivo en el que te sueles esconder, pequeño cobarde... ¡Como te hayas ido con ese vecino, te mato! ¿Me oyes? ¡Te mato a ti y a él también!
La voz sonaba justo al otro lado del tronco, pero al parecer no lo veía. Daniel escuchó a su padre dar vueltas, maldecir, alejarse y volver. No supo cuánto tiempo pasó; quizá minutos, pero le parecieron horas. Afuera, los gritos se hicieron distantes hasta apagarse. Solo entonces soltó el aire contenido. Tenía la cara empapada de lágrimas y las piernas entumecidas. Permaneció encogido en la oscuridad del hueco, incapaz de moverse. El viejo olivo lo había escondido. Lo había protegido de la furia ciega de su padre, del mismo modo en que, años atrás, su madre lo envolvía entre sus brazos para que no viera ni oyera los golpes que le daba. Se durmió, agotado. Cuando despertó, el hueco del olivo se había abierto de nuevo. ¿Lo habría soñado todo? A lo lejos escuchó voces nuevas llamándolo por su nombre. No eran gritos de ira, sino voces agitadas de preocupación: la del vecino, temblorosa; la de una mujer desconocida, firme; y la de un guardia civil dando órdenes de búsqueda. Los servicios sociales habían llegado al fin, tal como el vecino había prometido. Asomó la cabeza, aún con el susto en el cuerpo. A unos diez metros vio a varias personas avanzando entre los olivos: el vecino, con la escopeta al hombro, guiaba a una señora de gesto serio (seguramente la asistente social) y a dos guardias civiles. De su padre no había ni rastro; tal vez, al ver llegar a los agentes, había huido a esconder su propia miseria. A Daniel, en ese instante, eso ya no le importaba. Salió gateando del hueco. Las piernas entumecidas apenas lo sostuvieron y, al intentar incorporarse, un dolor agudo le atravesó la espalda magullada; gimió sin querer.
—¡Aquí, aquí está! —gritó el vecino al escucharlo, echando a correr hacia él.
Daniel se apoyó en el tronco para no caer. Sentía que todo a su alrededor daba vueltas. El vecino llegó hasta él con preocupación en los ojos y lo aferró por los hombros con manos temblorosas. Tras él, la asistente social se llevó las manos a la cara al ver el estado del niño. Daniel supo entonces que estaba a salvo. Nunca más volvería a aquella casa ni estaría a solas con su padre. Exhausto, se dejó caer finalmente en los brazos que venían a rescatarlo y cerró los ojos.